Esta semana, Cuatro recuperó ¿Quién quiere casarse con mi hijo?, uno dating show en el que las madres buscan pareja estable para su hijo en un casting chabacano. La gracia del programa radica en potenciar las situaciones esperpénticas, no sólo con el perfil de los participantes sino a través de la postproducción. El montaje, los efectos sonoros, la música y los grafismos logran aportar una dosis extra de sentido del humor para rebajar la mezquindad del formato.
Se trata de un reality que convierte a las personas en yeguas de competición, que desfilan para ser escogidas. Además se normaliza un infantilismo de los hombres que buscan pareja. Son sus madres, exigentes y autoritarias, las que supervisan el proceso de selección y juzgan a las candidatas. Se trata de una especie de traspaso de poderes, de suegra a joven, para cuidar al macho alfa inútil que necesita ser atendido por una mujer para salir adelante en la vida.
“Quiero una chica explosiva pero fina para que me haga abuela”, “Busco una chica para el perfecto padre de familia”, “Quiero que sea una mujer guapa, sencilla y que se maquilla poco”, dicen las madres para determinar el perfil de las chicas concursantes. Todas ellas vienen a sus hijos como si fueran los herederos de una monarquía, llenos de virtudes y valores. Estos magnates de medio pelo también expresan sus preferencias erótico-festivas.
En el desalentador desfile de chicas inquietas por pescar el macho de oferta, hay quienes se muestran dóciles y abnegadas, y otros que exhiben una enorme prepotencia y ambición para garantizar al hombre que tienen delante una pieza de máxima categoría.
En el colmo del despropósito, hacia el final del programa, entró por la puerta una chica con una bolsa de papel en la cabeza. En un acto de compasión, le habían hecho dos agujeros para que no se jodiera de loros y le habían pintado unas pestañas con rotulador para que no pareciera tan inquietante. Sólo se le veía el cuerpo, de formas exuberantes, dentro de un traje de bailes de salón, lleno de transparencias y lentejuelas. "No te podré dar dos besos...", se limitó a comentar al hombre, normalizando aquella situación grotesca. “Me llamo Soraya y soy de Madrid”, se presentó con voz temblorosa. “Seguramente os debe estar preguntando qué hago con una bolsa en la cabeza”, supuso Soraya ante el mutismo de madre e hijo. "Es que me dedico al mundo de la moda y la belleza, pero lo que quiero es que me conozcan por lo que soy como persona, no por mí físico", argumentó. Es la prueba más flagrante de la cosificación. Atribuyéndole el anonimato de esa manera tan basta la convertían sólo en un cuerpo, aunque le hacían advertir de su contexto laboral para asegurar que lo que había debajo del bolso no sería decepcionante. El programa, en cambio, lo jugaba a la inversa: incrementaba una expectativa de belleza máxima que obligaba al espectador a juzgar si lo que veía después bajo el bolso era merecedor de esa prudencia tan noble. Que hoy en día la televisión tolere esta humillación debería ser motivo no de tapar caras sino de hacer rodar a los jefes de los responsables.