'Emily in Paris', de placer culpable a fraude

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Lily Collins en una escena de 'Emily in Paris'

Es posible que buena parte del éxito de Emily en París estuviera determinado por el contexto del estreno de la primera temporada, en 2020, aún con el confinamiento de la pandemia. El estallido de un París idílico y lleno de colores mientras la humanidad llevaba meses marchitándose entre las paredes de casa fue una inyección de banalidad y comedia en un momento de pesimismo global. En las primeras temporadas se percibió como un placer culpable, con la excusa de que era el Sex and the city de las nuevas generaciones. Pero desde el principio ya se hizo evidente que Emily era una pánfila y que la nueva serie de Darren Star era una regresión no solo respecto al mundo de Carrie Bradshaw sino respecto al contexto feminista global.

Con la mitad de los capítulos de la cuarta temporada, se puede dictaminar que Emily en París ya se ha consumado como un desastre insoportable. Aquella comedia que utilizaba el choque cultural entre franceses y norteamericanos para crear algo de chispa es ahora una botella de champán desbravada. La ciudad ha quedado reducida a cuatro postales de los mismos sitios. Las fachadas, fuentes y puentes se repiten. La moda, que era el cebo de la serie, ha evolucionado en un estilismo anodino de portada de revista. Más que la voluntad de mostrar la personalidad de las protagonistas, es un catálogo para anunciar abrigos y bolsos. Son disfraces intercambiables puestos para vender. La aparición de marcas, cosméticos y joyas ha convertido la serie en una especie de cuenta de Instagram donde todo se puede comprar.

Otro de los factores del éxito de Emily en París era la simplicidad de los conflictos. Una serie fácil sin implicaciones emocionales. Es una opción lícita, pero el creador hace tiempo que ha confundido la sencillez con el vacío. El triángulo amoroso de Emily nos importa un rábano, su romance con el chef carece de cualquier química. El actor incluso parece pasar vergüenza en el rodaje de las escenas románticas. Los engranajes narrativos siempre han funcionado con los patrones sexistas más estereotipados de las romcom, y cuando ha intentado introducir aspectos de empoderamiento femenino se han gestionado de forma nefasta, diluyéndolos rápidamente como si se arrepintieran. El colmo del ridículo ha sido construir un dilema emocional para la protagonista por haber pasado una inverosímil noche de amor con el colchón en la azotea, como si esto fuera un exceso de depravación francesa. Emily es cursi y beata. La actriz ha quedado encasillada en una interpretación de vídeo de TikTok. Es una serie errática, que no sabe por dónde hacer navegar a la protagonista. Es un personaje tan plano, tan estúpido, que incluso algunos secundarios han cogido más empuje y carisma que Emily. El gran problema de Emily en París es que la serie no sabe de qué habla ni qué quiere decirnos. Ya nos ha enseñado París, ya hemos visto los modelitos y ya nos han explicado todos los tópicos franceses. A estas alturas, lo mejor que puede hacer Emily es volver a casa y acabar la aventura.

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