1714: qué ocurrió realmente en Cataluña después de la derrota

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Joaquim Albareda fotografiado por una entrevista con el ARA

Aún resacosos del 2017, es relevante mirar atrás para ver cómo la sociedad catalana hizo frente a sus derrotas más sonadas. Sobre la reacción al descalabro de 1939 y a la dictadura franquista, se ha hablado mucho y habrá que seguir profundizando en ella. Pero, por muy dura que fuera esa negra noche, no es comparable a lo que dos siglos antes supuso el derrumbe de 1714. Aquello fue un descalabro total, con una represión aún más bestia y un exilio proporcionalmente más numeroso e igualmente cualitativo, donde destaca la figura de Ramón de Vilana-Perles, que durante dos décadas fue mano derecha del emperador austríaco Carlos VI: seguramente el político catalán que más poder ha tenido nunca.

Pero, sin embargo, la vida siguió y el país se rehizo. La batalla historiográfica para explicar esta recuperación hace años que dura y, para resumirlo, ha dado pie a dos líneas de interpretación: durante tiempo se impuso la idea de que la monarquía absolutista borbónica, influida por la Ilustración, había facilitado la reanudación económica catalana, y que los catalanes se habían adaptado y aceptado el nuevo régimen. Sin embargo, hace décadas que se está girando la tortilla para demostrar que la recuperación del país se produjo pese a la supuesta modernidad de los borbones y en medio de un durísimo castigo político y económico, contra el que se mantuvo una oposición popular, castigo que se prolongó con el siglo y que cortó de raíz un entramado institucional jurídico-político tardomedieval pactista y socialmente más abierto, al estilo de las sociedades contemporáneas inglesa y holandesa o de las repúblicas italianas.

Esta segunda visión es la que ahora sintetiza Joaquim Albareda en el libro Vençuda però no submissa (Ediciones 62), donde recoge y fija aportaciones propias y de sus colegas. Da continuidad a las investigaciones de autores que van de Pierre Vilar a Josep Fontana, pasando por Josep M. Torras Ribé, Agustí Alcoberro, Ernest Lluch, Albert Garcia Espuche, Jaume Torras, Ramon Grau, Lluís Roura y Josep M. Delgado, entre otros. Contradice, en cambio, trabajos de Roberto Fernández, Gabriel Tortella o Joan Lluís Marfany.

La Nueva Planta de Felipe V terminó con una evolución secular. Fue especialmente doloroso el cambio en la política institucional, con el fin de las instituciones políticas, y de la justicia y leyes propias catalanas (las Constituciones), incluido el método de la insaculación para elegir a los gobernantes: se elegían los cargos cada año a través de extraer por azar nombres de una bolsa en la que entraban los diferentes estamentos, con remarcable porosidad social. Los cargos pasaron a ser vitalicios, nombrados a dedo, y se dio entrada a ciudadanos venidos de Castilla –clave para la penetración del idioma castellano–. La compraventa de cargos, con la subsiguiente corrupción, se convirtió en habitual a partir de 1739.

El otro elemento relevante fue el establecimiento de un nuevo catastro para fijar un sistema impositivo directo sobre la riqueza individual supuestamente único y equitativo: el resultado fue una presión fiscal muy superior al resto de territorios de la Corona (también porque no desaparecieron los antiguos impuestos indirectos de origen medieval). Y, en tercer lugar, se produjo una intensiva ocupación militar por parte de un ejército mal pagado, cuyo sostenimiento de nuevo recayó en la población autóctona. En definitiva, por derecho de conquista "Cataluña fue tratada con rigor extremo y con la máxima desconfianza" desde un espíritu absolutista, centralista y uniformista. La principal autoridad, en una estructura totalmente piramidal, pasó a ser el capitán general, con el poder civil supeditado al militar.

Y, sin embargo, el país prosperó y mantuvo su singularidad. ¿Por qué? Del antiguo entramado legal, solo se salvó el Código Civil propio para regular las relaciones privadas, lo que permitió mantener figuras como la enfiteusis (que favorecía el acceso a la tierra) y el heredero (que impedía su fragmentación). Por otra parte, la supresión de la extranjería –y el establecimiento de la unión aduanera– si por un lado supuso el control político de Cataluña por parte de la élite castellana, por otro, en cambio, permitió el acceso de los productos catalanes al mercado español. En cuanto al catastro, castigó mucho a las clases populares –campesinado y menestralia, que además tenían que pagarlo en metálico, lo que obligó a aumentar su productividad–, pero dejó casi sin presión a la nueva burguesía comercial e industrial, que además se benefició del proteccionismo del algodón y del encargo de los abastecimientos militares. En 1760, por ejemplo, ya había unos 2.000 telares esparcidos por el país.

Pero de nada habría servido todo esto si en el precedente siglo XVII la sociedad catalana no hubiera dado un dinámico salto productivo. El empuje, pues, ya venía de antes. La labor formativa e ideológica de la Junta de Comercio –y de un conjunto de nuevas academias–, que se abrió paso a pesar de la oposición borbónica para suplir la ausencia de una universidad prohibida en Barcelona y apartada en Cervera, también resultó capital, tanto en términos económicos como de pensamiento político. Como igualmente lo fue la pervivencia de los gremios, que a pesar de todo resistieron e hicieron de loby ciudadano. Y en otro orden de cosas, la apertura para Cataluña del comercio con América (1765) reforzó el enderezamiento económico: a finales de siglo el tráfico de esclavos empezó a ser importante. Por el contrario, el Estado, por ejemplo, ni supo mejorar los caminos ni el puerto de Barcelona, dos hándicaps importantes para el comercio.

De esta documentada y sintética obra de Albareda, de lectura obligada, se desprende que la sociedad catalana, a pesar del durísimo correctivo de la Guerra de Sucesión y el definitivo cambio de época en términos políticos, mantuvo en el siglo XVIII un pulso propio, tanto económico como cultural. Políticamente, combatió el absolutismo borbónico desde fuera (austriacismo del exilio) o intentó suavizarlo o resistirse desde dentro, y sin ser consciente de ello abrió el camino al que vendría después, en el siglo XIX: la industrialización, la Renaixença cultural y finalmente el catalanismo político, de nuevo un camino singular desmarcado de la España de raíz castellana.

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