Las guerras, sea hoy o sea echando la vista atrás en la historia, siempre han mostrado la cara oscura de la humanidad. Secularmente, había habido cierto código, preservado menos que más, de mantener a su población civil al margen. Pero en el siglo XX esta pretensión de ceñir la guerra a los campos de batalla ya los ejércitos decayó de forma dramática con los bombardeos masivos en ciudades –Barcelona fue una de las primeras, durante la Guerra Civil Española– y con los campos de concentración y el Holocausto nazi como extensión de la brutalidad.
La lección de aquella barbarie ha sido rápidamente olvidada, tal y como estamos viendo ahora en Ucrania y sobre todo en Gaza. La Franja palestina ha estado y está todavía sometida, después de seis meses de guerra, a un asedio brutal por parte del ejército israelí que incluye un doble castigo: bombardeos indiscriminados sobre centros urbanos, hasta ahora con más de 30.000 muertos, 70.000 heridos y 8.000 desaparecidos, y bloqueo de la ayuda humanitaria, por lo que sólo se ha permitido con cuentagotas el acceso de camiones por la frontera sur con Egipto. El resultado es que una población de más de dos millones de personas, con una mayoría de menores de edad, está sufriendo ininterrumpidamente bombas y hambre, muerte y enfermedades. Por no tener, los palestinos no tienen prácticamente ni siquiera agua potable.
El éxodo hacia el sur del territorio, sin posibilidades de fuga hacia Egipto, ya que la frontera se mantiene cerrada, ha convertido las zonas de Khan Yunis y Rafah en una ratonera. La supervivencia de quienes se han quedado en el norte es aún más precaria. En el conjunto de Gaza, según Unicef, el 65% de las familias solo hacen una comida al día. El 90% de niños y niñas menores de 2 años sólo pueden comer alimentos de bajo valor nutricional. En medio de un sistema sanitario colapsado, las diarreas afectan a la mayoría de gazatinos. Hablar de racionamiento o de escasez, dos conceptos habituales en una guerra, esta vez queda muy corto. Como también ha quedado absolutamente corto el alcance de las acciones de ayuda realizadas hasta ahora, como el lanzamiento de alimentos desde el aire. Y todo indica que el proyectado corredor humanitario marítimo anunciado por EEUU y la UE tardará en hacerse realidad, y será igualmente un parche ante la crisis de supervivencia de grandes proporciones que afecta a dos millones de palestinos. El gesto testimonial del barco de Open Arms, que muy probablemente será este miércoles el primero en llegar a las costas de Gaza con doscientas toneladas de alimentos, es loable: aliviará el hambre de algunos y al mismo tiempo servirá, cosa también mucho importante, para mostrar la inmensidad del problema.
El hecho de que no haya sido posible llegar a un alto el fuego que dé pie a resolver de verdad la escasez de alimentos por vía terrestre denota el fracaso de la comunidad internacional, y en especial de los socios occidentales de Israel, con Estados Unidos a la cabeza, para frenar la implacable revancha israelí como respuesta al ataque de Hamás del 7 de octubre. Más allá de la guerra, la agonía extrema que sufre la población civil en Gaza es una vergüenza que recaerá sobre las conciencias de quienes le han perpetrado y de quienes le han permitido.