Un despido y facturas por pagar: ¿el amor puede sobrevivir a una crisis económica?
Lo abrazaría fuerte y le pediría que no le deje caer más abajo. Que la necesita. Que hará todo lo posible para salirse adelante
Se mira a los niños cómo apuran la sopa en la mesa de la cocina. Al pequeño le han caído unos pistones sobre el mantel que recoge ávido con los dedos pequeños y se los traga haciéndoles pasar por el agujero de los dientes de leche que nunca más volverá a tener. No está a tiempo de decirle que debe tener cuidado. Que debe comer más despacio y cuidadosamente. Que no debe tragar como lo hace, sino masticar como si fuera una cabrita rumiando hierba mientras cuenta del uno al cinco antes de cada trago. No ha estado a tiempo. Y se queda fijada en esa mancha pringosa que ha quedado entre un cuadro y otro del mantel viejo.
De fondo suena la radio. Siempre la tiene puesta en marcha sólo por la compañía que le hace. A veces, sobre todo últimamente, ni siquiera sabe lo que dicen, pero se siente menos sola con esas voces de fondo. Se seca la mojada de las manos con el muslo del pantalón y suelta un suspiro que le sale como una especie de gemido. Está muy cansada. No sabría decir si le pesa más el cuerpo o el alma, pero se siente en bloque pesada y dolor de mover.
"Mamá, ¿puedo repetir?", le dice el medio con voz de espinguet que la saca del ensimismamiento.
No sabe en qué momento se torció todo. En qué momento las cosas empezaron a rodar hacia abajo sin freno alguno. No sabe cómo regular el sufrimiento y no dejarse llevar por la desesperación. Suerte de los niños, que le ocupan tanto que no la dejan ni siquiera querer. El ritmo de las criaturas y su mundo es trepidante y llena todos los vacíos y todos los días de la semana, entre escuelas, extraescolares y visitas al cal dentista. Que cuando no es una caries del pequeño es la visita programada de la ortodoncia del mayor que empezaron cuando aún podían permitírselo. Y después está el trabajo. Las traducciones que no paran de salirle, por suerte. Es buena y se ha ganado un cierto prestigio en la profesión. Y esa editorial siempre la va a buscar a ella porque saben que es eficiente y creativa y lo suficientemente rápida para cumplir los plazos. El problema es que últimamente ella no tiene mucho la cabeza en el trabajo, ni tampoco tiempo. Si no fuera tan justo de dinero, pediría un mes de descanso para poder poner orden en su vida.
Si no fueran tan justos de dinero y él no estuviera tan triste.
Hace ya un año y medio que cerró la empresa familiar que él dirigía. Un año y medio del concurso de acreedores, de los despidos de los trabajadores de toda la vida. Un año y medio de ese pozo cada vez más profundo. Al principio, justo después del golpe y del baño de realidad, él pensaba que con su experiencia y los contactos, podría encontrar algo rápidamente y volver a tener fuerza suficiente para volver a encabezar un proyecto como el que heredó de su familia y que durante tantos años le dio dinero y cierto estatus dentro del mundo empresarial de la comarca. Pero no contaba con que el mundo laboral expulsa del mercado a las personas que pasan la cincuentena o que tienen demasiada experiencia. Tampoco contaba que la gente, cuando van mal dados, desaparecen del mapa por el miedo al contagio o al desgarro. Pasado el duelo empezó a buscar trabajo: primero era exigente. No se ponía por según qué sueldo o según qué horarios que implicaban nocturnidad y fin de semana. Pero a medida que pasaban los meses y no salía nada, empezó a solicitar trabajos que le suponían renunciar a la poca autoestima que le quedaba. Año y medio ha pasado.
Cada vez sintiéndose más menospreciado, cada vez más fuera de la rueda. Y así fue como empezó a beber un poco, y después un poco más cuando nunca lo había hecho. Y a encerrarse en la habitación. Y no hablar con los niños. Ni con la mujer. Y a comer poco ya no tener ganas de nada.
Y era incapaz de acercarse a Rita y pedirle que le ayudara, que él solo no podía. Y en vez de eso le apartaba de su vida, de su lado. De la cama que habían compartido toda su vida. Y ella no sabía cómo consolarle o ayudarle. Porque nadie te enseña a salvar a un ahogado en plena tormenta. Y mientras, las facturas, la hipoteca, los hijos. Las traducciones. La incapacidad. La distancia. El abismo. La pena. El agujero de los calcetines de los niños zurcido sobre zurcido porque no están para comprar otros nuevos que hay cosas más importantes, más urgentes.
Pero esta noche ha salido de la habitación y ha visto a Rita retorcida durmiendo en el sofá donde hace días que pasa las noches. La mujer que le enamoró hace veintitrés años. La madre de sus hijos. Una de las mejores traductoras del mundo. La miró y la vio más grande, como si hubiera envejecido de repente. Le sigue con el dedo la tela de araña de las arrugas que le enmarca los ojos. Le conmueve su belleza. Como hace tantos años. Lo abrazaría fuerte y le pediría que no le deje caer más abajo. Que la necesita. Que hará todo lo posible para salir adelante. Que lo ama como nunca ha amado nadie. Que no sabe decirlo con palabras, que no sabe cómo hacerlo pero que aquélla es su única verdad.
Y se queda dormido en el suelo, junto al sofá. Cuando Rita despierte le pedirá ayuda. Ahora sí.