BarcelonaNo es nuevo afirmar que las madres actuales estamos muy exigidas. Compaginar la vida profesional, social y la crianza resulta ya un reto en sí mismo. Encontrar ratos para cuidarte. Para tomar esa clase de yoga que tanto echas de menos. Una cena con la pareja, que hace mucho que no os reencontráis. Unos vinos con las amigas. ¡Y no te olvides de tu abuela, que hace mucho que no le llamas!
Queremos ser competentes en el trabajo. Queremos poder pensar manualidades y actividades distintas para el fin de semana. Queremos hacer álbumes de fotos para que los recuerdos de niñez de nuestros niños no se pierdan en una nube digital. Queremos tener los juguetes bien ordenados. Y los cuentos a mano para que puedan cogerlos. Queremos realizar cenas saludables. Y estar presentes mientras juegan. Queremos llegar a todo.
Y lo que no compartimos es el secreto mejor guardado de todos: ninguno de nosotros llega a todo. No se puede. Es un imposible en sí mismo.
Y en este sentido, estos días me ronda algo por la cabeza. Entre el trabajo, preparar las mochilas, las visitas a la pediatra, ese mail pendiente de responder desde hace tres semanas, y el audio de mi amiga que todavía no he podido escuchar, tengo otra cosa en la cabeza que va haciendo ruido: se ha preparar el calendario de Adviento.
Parece una tontería. Parece que no es nada. Pero ocupa un espacio. Bastante espacio. Y de repente me doy cuenta del esfuerzo que hay en algo aparentemente sencillo. En algo (como tantas otras cosas) que en teoría “no cuesta nada”.
A toda esta locura que ya es de por sí maternar y criar, le añadimos algo más. Un granito de arena más. Durante 24 días pensar cada día una propuesta diferente. Una actividad distinta. Una sorpresa distinta. El primer día hacemos una manualidad de Navidad. El segundo hacemos galletas. El tercero es patinar sobre hielo. Y buscaremos algún espectáculo navideño, ¿verdad?
24 días llenos de actividades que a veces cuesta hacer. Manualidades que cuesta terminar. Proyectos a medio finalizar. Y el coste, también económico, de todo esto. Vamos añadiendo algo más al plato de las tareas pendientes. Más en esa lista de las notas del teléfono que parece que no se acaba nunca.
Y con todo esto en la cabeza, pensaba que es genial hacer un calendario de Adviento si tienes el tiempo, la disponibilidad, y sobre todo, si es algo que disfrutas haciendo. Algo que te suma. Algo que te enriquece y enriquece a tu familia.
Sin exigencias
Pero también es genial no hacerlo. Adaptarte a lo que funciona en tu familia. Al tiempo real del que dispones ahora mismo. A lo que realmente puedes hacer. Lo que te apetece hacer este año. No tiene sentido hacer un calendario de Adviento si implica una angustia más. Si implica sumar al estrés diario. Si implica estar de mal humor porque mañana tocaba manualidad y no has comprado los materiales.
De hecho, si nos paramos un momento a pensar, no estaba tan mal el clásico calendario de chocolate que nos daban la mayoría de nuestros padres (además, ahora puede ser del 85% de cacao, si se desea). Y quizás no hace falta añadir mucho más. Quizás nuestras criaturas estarán contentas con darle un beso a papá. Un abrazo a su hermana. Un paseo por el barrio. Una merienda de churros con chocolate. O un mensaje bonito.
A menudo nos olvidamos que, más allá de actividades y propuestas, lo que más necesitan nuestras criaturas es a nosotros. Tiempo con nosotros. Nuestra presencia. Nos necesitan a nosotros. Tal y como somos. Sin imposiciones. Sin exigencias. Sin manuales de madres perfectas. Sin perfecciones. A nosotros. Con lo que podemos, y con lo que no podemos. Con lo que somos y con lo que no. Porque realmente, eso es lo que importa. Que estemos. Con o sin calendario de Adviento.