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Sergio Ramírez: "Si no te indignas ante la represión, no tienes suficiente sensibilidad para ser novelista"

BarcelonaSergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942), premio Cervantes 2017, lleva décadas denunciando a través de una larga y premiada carrera literaria la corrupción, la brutalidad, la violencia y las paranoias del poder. Bajo la dictadura de Somoza tuvo que vivir en la clandestinidad y recibió amenazas de muerte. En 1977 encabezó el grupo opositor Los Doce y apoyó al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), que acabó con la dinastía Somoza. El 1984 se convirtió en vicepresidente del gobierno de Nicaragua, y el 1996 abandonó la política para volver a escribir. Décadas después de la dictadura de Somoza, es un antiguo compañero del FSLN, el actual presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, quién lo ha enviado al exilio. Hay una condena contra él, y el detonante de todo es su último libro, que cierra una trilogía de novela negra: Tongolele no sabía bailar (Alfaguara). No se puede vender en Nicaragua, pero circula, y lo hace profusamente, de manera clandestina. Ramírez es uno de los invitados del festival BCNegra.

¿Por qué Ortega le tiene tanto miedo a su último libro?

— El libro contradice la tesis oficial de que en Nicaragua hubo un golpe de estado el abril de 2018 y no una insurrección popular desarmada. La tesis del golpe de estado ha sido la excusa para llevar a cabo una gran represión y encarcelar a muchísimas personas. La novela desnuda los hechos de 2018 escogiendo algunos de los actos de represión más brutales. Y, por otro lado, se han ofendido porque retrata un régimen que es entre marxista y esotérico. Hay símbolos esotéricos, junto con los rostros de Marx o Engels, por todas partes en Nicaragua. Todo esto es un terreno muy fértil para un novelista.

El inspector Dolores Morales, uno de los personajes de la trilogía, perdió una pierna durante la revolución sandinista y, a pesar de todas las vicisitudes, no pierde su ética. Se siente identificado con él?

— Nos parecemos en muchos sentidos. Los dos nos tiramos de cabeza a una revolución. Yo como intelectual y él como adolescente que toma las armas. Hay diferencias, yo nunca he empuñado un fusil y soy mayor que él. Aun así, compartimos decepciones, frustraciones, la manera como vemos este fracaso proyectado en las vidas de tantísima gente que perdió la vida y se sacrificó persiguiendo un mundo diferente que nunca llegó. Y, a medida que la novela avanza, se nos revela el fruto amargo de esta revolución: una dictadura tan despiadada y represiva como la que la revolución derrocó. Y aquí está la gran contradicción de Nicaragua y de la novela.

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¿La ficción, y más concretamente la novela negra, nos dan mejores retratos de los políticos que no la historia o el periodismo?

— Creo que sí, porque la novela habla de la condición humana y permite describir mucho mejor todos sus matices.

En la novela negra anglosajona, escandinava, francesa e, incluso, catalana, muchas veces los héroes son policías. ¿Es más inverosímil en una novela latinoamericana?

— Sí, porque primero se tendría que dar por supuesto un hecho fantástico y es que el aparato jurídico e institucional funcionan. Los inspectores de la tradición anglosajona cumplen la ley, no pueden torturar un detenido mientras lo interrogan, tiene que haber un abogado, los jueces cumplen la ley, hay reglas... Y el novelista presupone que estas reglas existen y se respetan. En una novela latinoamericana esto sería una ficción dentro de una ficción. No sería verosímil. Como alguien dijo una vez, en la América Latina Kafka sería un novelista de costumbres, porque todo es insólito y sorpresivo. Por lo tanto, los personajes de la novela negra están empapados del color del crimen y no se sabe donde empieza el bien y dónde acaba el mal. Puede haber policías o jueces comprados por los narcotraficantes, fiscales sobornados, prisiones que son centros desde donde se dirige el crimen... Son escenarios absolutamente diferentes.

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¿La novela negra es una herramienta útil a la hora de denunciar la corrupción, como ha hecho usted a lo largo de tantos años?

— Claro, porque la novela negra puede seguir los caminos tortuosos de la realidad y teñirse de la oscuridad que impera en estos países. A mí me produce terror aproximarme a la realidad política de mi país a través de un instrumento que no sea la novela negra, porque este tipo de ficción me da un ángulo que me protege, me permite tomar distancia y no caer en el riesgo de hacer una novela de denuncia, que es un género desgastado. El inspector Morales no está involucrado en los hechos políticos, está al margen, es un escéptico, y es un punto de vista adecuado.

¿Evita así el riesgo de que la novela se convierta en un alegato?

— Uno es el método y el otro es el humor, que es otra manera de tomar distancia y no tomarse demasiado seriamente a uno mismo como denunciante. El humor ayuda a establecer este espacio de contemplación.

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¿Como en su novela Sara, donde la risa es subversiva?

— La risa siempre es subversiva, sobre todo en una sociedad patriarcal. No olvidemos que el poder en la América Latina es patriarcal y el patriarcado es enemigo de la risa. La risa es un instrumento de ataque muy importante.

¿La literatura y la política pueden darse la mano?

— Cada vez estoy más convencido de que no. Son oficios contradictorios. El ejercicio activo de la política inhibe la literatura. Un novelista que se respete a si mismo no puede escribir, en el ejercicio del poder, una novela sobre los hechos que está viviendo, porque tomaría partido, no sería escritor sino un agente de relaciones públicas del sistema. La crítica viene de la independencia. Una novela que no sea crítica no funciona.

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¿La literatura tiene que ser siempre crítica?

— Sí, porque la literatura que no es crítica se convierte en un discurso.

Mucha novela negra latinoamericana ha retratado a dictadores corruptos pero ahora abundan más los narcotraficantes.

— La novela del dictador mítico, encerrado en la soledad de su palacio, se ha agotado. Mi interés no es el dictador como personaje en si mismo, sino en los efectos que tiene una dictadura sobre la sociedad, cómo altera la vida de las personas, cómo es la sociedad sometida a una tiranía.

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Muchos de los hechos que describe en sus novelas le tocan de cerca. ¿Escribe desde la indignación?

— Si no te indignas ante la represión, no tienes suficiente sensibilidad para ser novelista. El arte está en no demostrar esta indignación, porque si no se convierte en novela denuncia, y esto es una novela fallida. El autor no puede involucrarse en el discurso; la situación de injusticia se tiene que revelar por sí misma. Si se añade denuncia, la novela fracasa porque se convierte en un manifiesto político.  

Usted dejó la política para dedicarse plenamente a la escritura. ¿Por qué esta decisión? ¿Qué cree que puede aportar desde la literatura que no pudo aportar desde la política?

— Yo no me metí en política porque me interesara la política, sino que lo que me interesaba era la revolución. No habría aparcado la literatura si se hubiera tratado de convertirme en un político ordinario. En el momento en qué sentí que había fracasado, volví a aquello que anhelaba, que era la literatura. Los verdaderos políticos caen y se levantan, pierden elecciones y se vuelven a presentar hasta que ganan unas, porque este es su oficio, pero mi oficio es el de escritor. Escribo porque necesito hacerlo. Uno se siente escritor cuando ve que sin literatura no puede vivir. Y en esta desolación, que es el exilio, yo me sentiría muy perdido si no tuviera a la literatura. No podría soportar el peso agobiante de no poder volver a mi país, a mi edad, sin la literatura. Sin esta pasión.

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¿Qué escritores lo acompañan más en este exilio?

— Dejé mi biblioteca atrás, la biblioteca donde vivía, con miles de libros que fui acumulando a lo largo de mi existencia. Ahora estoy un poco perdido. He leído lo que caía en mis manos, y he entrado en las librerías. He vuelto a algunos de los clásicos que siempre he leído. Dostoievski, Txékhov, Faulkner...

La censura tiene muchas caras. Usted ha vivido la política, pero también está la censura social o la autocensura. ¿Usted ha dudado nunca a la hora de escribir?

— Siempre que uno se sienta a escribir lo hace acompañado de este temor, no solo a la represión, sino a tocar temas privados que pueden afectar a alguien, sobre todo en un país tan pequeño como Nicaragua. Siempre he hecho lo mismo, también en esta última novela, escribir como si esta novela no tuviera lectores y no se tuviera que publicar nunca y, mientras avanzo, voy teniendo más valor para escribir. Es un artificio. El peor enemigo de un escritor es la autocensura , si lo aceptas estás perdido.

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¿A veces no tiene la sensación de vivir en un bucle? Hace 50 años lo persiguió Somoza y ahora Ortega.

— Hay una diferencia muy sustancial, que es la edad. Cuando Somoza dictó una orden en contra mío, yo volví a Nicaragua a enfrentarme a la orden y Somoza no se atrevió a encarcelarme. Ahora sí que me meterían en prisión y la edad es muy importante a la hora de tomar decisiones. Y entre la prisión o el exilio preferí el exilio. Cada vez me hago más a la idea de que no podré volver a Nicaragua. Es desesperanzador.

A pesar de todo, ¿continúa sintiéndose revolucionario?

— Cuando examino lo que pensaba o mis sentimientos de cuando tenía 17 años, siento que no he cambiado mucho. Cuando salíamos a la calle para manifestarnos contra Somoza, una vez, en 1959, sus hombres mataron a cuatro compañeros. Fue una masacre. Y desde entonces mantengo las mismas convicciones. Mi manera de ver en el mundo no ha cambiado, pero sí que lo ha hecho mi manera de participar. No es lo mismo tener 17 años que tener 80. Continúo siendo de izquierdas y pensando que el cambio es posible.