Los discursos de odio avanzan insidiosos en nuestras conversaciones cotidianas, en nuestra mirada. Quién sabe dónde nos llevarán. Se construyen tomando un enemigo fácilmente identificable, desdibujando su rostro humano, caricaturizándolo y metiéndolo en un grupo con atributos simples y estigmatizadores. La comunidad sobre la que ahora caen primordialmente las miradas de odio es la de los inmigrantes musulmanes, que, ¡atención!, no son personas con sus problemas e ilusiones concretas, con historias de vida, con luces y sombras. Y, efectivamente, con costumbres que a veces chocan con las nuestras.

No. Son una masa amorfa y peligrosa. No puede contemporizarse con ellos. Da igual sus orígenes y culturas tan diversas, de Pakistán a Marruecos o África subsahariana. Da igual las diferencias dentro de cada uno de estos grupos nacionales o los matices religiosos. Todo esto se minimiza, desaparece. Son retratados como miembros de una comunidad homogénea, con una identidad religiosa marcada con la que han venido a destruir nuestra civilización. Todos a la vez. Forman parte de una conspiración bautizada como la Gran Sustitución. Son los malos de la película, el enemigo.

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Éste es el imaginario que la extrema derecha está propagando tan eficazmente: Abascal, Alvise, Orriols... Por supuesto, la sociedad catalana o la española o la francesa son presentadas en una idealizada versión que nada tiene que ver con el presente ni con la historia. Como si viniéramos de una identidad fija y monolítica: una lengua, una religión, una familia. Las contradicciones internas, las desigualdades, las luchas fratricidas, las diversidades ideológicas no cuentan. Sólo cuenta confrontar una identidad esquemática con la sutil invasión de los de fuera.

Dado que la explicación es sencilla, son cada vez más los que se apuntan al rollo. Están canalizando así las frustraciones de la clase media y también de los más vulnerables. Debido al encadenamiento de crisis y a la globalización, todos ven cómo peligra su estatus, en especial unos jóvenes con pocas perspectivas de futuro. Los partidos e ideologías tradicionales, tanto de izquierda como derecha, no ofrecen salidas fáciles. El ascensor social se ha estropeado y arreglarlo es complejo. El neoliberalismo ha hecho mella, no sólo en términos de políticas privatizadoras, sino también en la mentalidad individualista. Que cada uno se espabile. Por eso es tan fácil criminalizar la pobreza. Los que no sigan, fuera.

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La extrema derecha se presenta como una opción implacable para limpiar. ¿Democracia? ¡Más bien orden! Su solución es, naturalmente, autoritaria y mágica: freno total y expulsión de la inmigración, equiparada a delincuencia. No importa que haya necesidad de mano de obra en tantos sectores precarizados, por ejemplo el de los cuidados de la gente mayor o del hogar. ¿Quién realizará estos trabajos?

Junto al enemigo odiado número uno, han fabricado otros. Paradójicamente, al tiempo que señalan a los inmigrantes musulmanes por su machismo de raíz religiosa, también apuntan contra los feminismos, las políticas de género y la disolución de la familia tradicional. Se erigen en defensores del sexo masculino, que ven amenazado por el empoderamiento de las mujeres o por el colectivo LGTBIQ+. La violencia de género sólo les interesa cuando excepcionalmente es de mujer a hombre. Esparcen el odio machista contra lo que tachan de movimiento feminazi.

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Proclaman, en definitiva, la superioridad cultural de la cristiandad blanca, la de los imperios coloniales de donde viene hoy la inmigración. Y otra paradoja: mientras apuntan al radicalismo musulmán, se están reapropiando de la religiosidad y espiritualidad cristianas, tan abandonadas por las izquierdas (queda lejos la teología de la liberación), tensando a las Iglesias hacia posiciones cada vez más sectarias e intolerantes. Cada vez menos humanas. Con esta parroquia, el papa Francisco lo tiene difícil. Porque, en efecto, nunca hablan de derechos humanos. Tras cada inmigrante o refugiado rehúyen ver a personas con necesidades o dramas: guerra, hambre.

Este es el mundo polarizado por el odio que nos está colando la extrema derecha, explotando nuestros miedos, y que lleva al racismo inmobiliario, las trabas de muchos ayuntamientos para dar el padrón o la no contratación laboral de los diferentes.