Venecia se puede quedar sin papel de oro
Marino Menegazzo, último batidor de oro manual de Europa, dejará pronto de producir las finísimas hojas de oro más preciadas del mundo
VeneciaEl oro es el metal más maleable y dúctil conocido. Tanto, que puede hacerse lo que se llama pan de oro, unas láminas finísimas que tradicionalmente han servido para recubrir pinturas murales, muebles, esculturas y exteriores de edificios. Piense en la dama dorada de Gustav Klimt o en los iconos y todo el arte bizantino, con el amarillo metálico como seña de identidad. Actualmente también se usa en la cosmética y en la alta cocina: no es tóxico. El pan de oro se prepara en hojas muy delgadas de oro fundido y después batido –de hecho, martilleado–, como minúsculas sábanas cuadradas, de 10x10 centímetros y más hasta que un cabello.
Desde tiempos inmemoriales, este oficio de batidor de oro lo ejercían los llamados battiloro, que estuvieron especialmente implantados en Italia. En Venecia se tiene constancia desde hace mil años, y en el siglo XVIII llegó a haber 300 talleres. Hoy es un trabajo en vías de extinción. Quedan muy pocos sitios donde se hace, naturalmente en la mayoría de casos con procesos industrializados. En todo caso, los fabricantes no llegan a una decena: existen en Venecia, Florencia, Milán, Alemania (dos talleres), Senegal, Birmania y China. Algunos son importantes negocios, con más de 100 trabajadores. Se hacen de oro, claro.
El único taller propiamente artesanal de Europa es Mario Berta Battiloro. Actualmente lo rige Marino Menegazzo, que empezó de aprendiz en 1976, con 22 años, y acabó casando con la hija de la casa. Tienen su sede desde sus inicios en un rincón emblemático de la ciudad de los canales: el edificio que fue la casa de Ticiano, uno de los grandes nombres de la pintura veneciana, artista oficial de la Serenísima de 1527 hasta su muerte en 1576.
Fundado en 1926, el negocio se ha mantenido durante cuatro generaciones. Con Nicola Padovan y Mariona Prat entramos en este templo ciudadano para que nos expliquen el pasado (esplendoroso) y el futuro (magro) de la profesión. La cosa acaba: con 70 años, Marino Menegazzo ha decidido retirarse el próximo otoño. Los contactos que hasta ahora ha realizado para intentar dar continuidad al taller, desde el ayuntamiento de la ciudad lacunar hasta la Unesco, de momento no han dado resultado. Una de las opciones sería convertirlo en escuela y espacio expositivo, como ocurre en Viena.
El suyo es un negocio familiar. Marino es el battiloro mientras que su mujer, Sabrina Berta, y una de sus hijas, Eleonora, son las que cortan las láminas con pinzas, un trabajo de precisión. La otra hija, Sara, ayuda en tareas de gestión y difusión. Ni una ni otra tienen hijos. No hay sucesión, pues. Los y las jóvenes que se han interesado por el oficio lo han acabado dejando, incluidos varios primos. Es un trabajo tan singular como duro.
Una técnica difícil de dominar
Marino advierte que para aprender la técnica, al menos se necesitan seis años. Nos lo explica mientras bate (martillea) uno, digamos, bocadillo de futuros panes de oro empapelados entre hojas de papel y metidos en una cubierta de piel de cabra secada. Mientras nos habla y golpea este tipo de basto libreto, interiormente va contando el número de golpes. No puede interrumpir el trabajo por no perder el calor del metal. La temperatura ambiental óptima para batir el oro puro son 20 grados (para el blanco puede hacerse más fresca). Hoy hace frío, pero Marino no parece notarlo. Sin duda, aparenta menos años de los que tiene.
Si nadie le pone remedio, este pequeño universo que recuerda tiempos pasados, situado en un rincón del barrio veneciano de Cannaregio, tiene los días contados. "Soy el último que martilleo las hojas de oro manualmente". Se enorgullece que en 48 años sólo ha tenido quatro accidentes con el martillo, que en su versión más robusta, usada habitualmente, pesa 8 kg. El más ligero error puede aplastarle un dedo. De joven llegaba a realizar jornadas de hasta 12 horas diarias. Actualmente dedica a la tarea unas dos horas al día. Es un trabajo repetitivo y de precisión, que requiere una alta concentración, un importante autocontrol de la mente y el cuerpo. Algo cercano al yoga, pero con fuerza física. "El martillo debes sostenerlo ligero, como una mariposa", dice Marino. "Por una cuestión de fuerza, el battiloro debe ser un hombre", insiste Sara. Sopesado el martillo, uno llega rápidamente a la conclusión de que, hombre o mujer, debe disponer de unos bíceps y una resistencia excepcionales. . La calidad de su pan de oro, dicen, no tiene parangón. Tiene, además, la pátina del tiempo, el romanticismo de la artesanía y el aura veneciana. Las dos salas en las que trabajan mantienen el aire de hace un siglo. Las sillas y mesas no han cambiado. De hecho, casi nada ha cambiado. El oro, incorruptible –es decir, inoxidable–, tampoco cambia, ¿no? Bien, sólo cambia de color: el pan de oro que producen puede llegar a tener diecisiete colores, en función de la calidad del metal, que puede ir de 24 quilates hasta 6. El color varía del amarillo clásico al blanco.
No les faltan clientes. Vienen las hojas por todo el mundo. También en Venecia, claro: su finísimo oro se puede encontrar desde algunas góndolas decoradas lujosamente hasta restauraciones del techo de la basílica de San Marcos o en la bola del mundo que corona la torre de la punta de la Dogana, junto a Santa Maria della Salute. En Venecia, claro, el oro es algo familiar, un rasgo distintivo de su noble, decadente y eterno esplendor.
Nos despedimos de Marino, Sabrina y Sara. Salimos a la calle y, de iglesia en iglesia, de museo en museo, en los hoteles y en los escaparates, por todas partes se nos van los ojos hacia los dorados. Incluso el agua parece tener un brillo amarillento, mágico. El encanto de Venecia es infinito.
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