Sillón Wallapop

Quería un sillón de orejas para sentarme junto a la estufa ahora que empieza a hacer frío, y entré en Wallapop. Había cientos de fotografías. Me pasé horas eligiendo y removiendo. Qué pasada, el bazar electrónico. Con mucho esfuerzo, acabé por quedarme con dos opciones. Un sillón Ikea de ropa, pequeño e incómodo, en venta en mi ciudad por 25 euros, y un sillón de cuero, tachonado, brillante y señorial, por 145, en venta en Barcelona.

Cedí a la ilusión. Un butaco de señor, de cuero brillante rojizo, con los brazos ya pelados pero con la almohada y la espalda bruñidos por años de sentadas. Quién sabe los periódicos y libros leídos, las horas de televisión y de conversaciones con las que se había ido gastando.

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Un sillón de club inglés de fumadores con pipa, pensé, y más cuando contacté con el vendedor y me dio la dirección, una principal de la calle Roger de Flor. Al día siguiente aproveché el viaje para acompañar a un familiar en Barcelona y me planté.

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Tal y como preveía, el piso era magnífico. Balcón con balaustrada de piedra, escalera ancha, ascensor centenario, casi que me dolía extirpar el sillón de su hábitat natural. El vendedor resultó ser un hombre de unos treinta largos o cuarenta cortos, catalanohablante. Pensé que habría heredado el principal. “¿Cambia los muebles?”, le pregunté. “Sí, bueno, mi mujer…”, se excusó, y entendí que bajara la mirada hacia el suelo hidráulico, porque los muebles nuevos se veían baratos y vulgares, desconcertantes en un piso de techo alto tan espléndido. Pensé en los peores augurios sobre nuestra nación desamparada. Aunque bueno que había podido pagar los impuestos para conservar el piso. Además del sillón, el hombre también venía por Wallapop un par de sillas más de la finca, y altavoces y trastos eléctricos que sus hijos ya no utilizaban, en la misma mezcla azarosa y miserable que te encontrarías en una parada de los Encantos. Había pensado regatearle un poco el precio del sillón, pero lo dejé correr.

Escribo este artículo en su regazo. Es un sillón bastante más pequeño que no parecía en la foto, pero que en otros tiempos se habría considerado que valía la pena tapizar con cuero. Sigue siendo un sillón de señor de Barcelona. No me extrañaría que tuviera cien años, pero para mí es mejor que nueva, porque a mi edad ya no estaría a tiempo de gastarla y darle su lustre. Alguien me ha hecho el trabajo, y tengo la impresión de haber comprado un pequeño título nobiliario.