Los 19 meses en los que Portugal fue casi soviético

Los lectores de novela histórica tienden a pensar que, además de entretenerse, aprenden algo. Puede que sí, según sea el nivel de la obra. Algo se puede aprender. Al menos sobre el contexto en el que se desarrolla la ficción. Una gran novela portuguesa, Revolución, de Hugo Gonçalves, recién publicada por Libros del Asteroide, nos traslada a un momento de la historia no muy lejano (yo lo recuerdo muy bien) que, sin embargo, parece lejanísimo: el llamado Proceso Revolucionario en Curso (1974-1975).

Es decir, aquellos convulsos 19 meses en los que Portugal estuvo a punto de adoptar un sistema soviético y rozó la guerra civil.

La memoria es una cosa curiosa. El derrocamiento de la interminable dictadura portuguesa del Estado Novo (1926-1973) por parte del ejército es conocido como “la revolución de los claveles”: un acontecimiento feliz, rápido, con muy pocas víctimas. Pero, salvo en las eufóricas jornadas iniciales, no hubo felicidad ni rapidez. Sí hubo violencia, y vértigo durante el incierto “proceso revolucionario en curso”: “en curso” significaba que nadie tenía ninguna certeza sobre en qué iban a desembocar unos acontecimientos escalofriantes.

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Es imposible exagerar el impacto que aquello tuvo en España. El año anterior a la muerte de Francisco Franco, mientras la sociedad española se preguntaba qué iba a pasar en cuanto desapareciera el dictador y asumiera sus poderes (todos) un monarca absoluto, Juan Carlos I, designado como heredero del régimen, en el país vecino comenzaba una revolución de tipo soviético.

Para el franquismo aquello era inconcebible. El gobierno de Madrid, encabezado por Carlos Arias Navarro (conocido como “Carnicerito de Málaga” por las matanzas que perpetró durante la Guerra Civil), empezó de inmediato a trabajar (con su habitual torpeza, cabe reconocerlo) en favor de los golpistas contrarrevolucionarios portugueses. La oposición al franquismo osciló entre el entusiasmo y el estupor. Para la prensa “aperturista”, aún bajo la censura, fue una descarga de adrenalina.

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Recapitulemos. El 25 de abril de 1974, en cuanto la católica Radio Renascença dio la señal convenida (emitió la canción Grândola, Vila Morena, prohibida por el régimen), se sublevaron centenares de oficiales del ejército que hacía años que combatía una estéril guerra en las colonias africanas. El régimen cayó en cuestión de horas.

El dictador Marcelo Caetano, sucesor de António Oliveira Salazar, huyó a Brasil. El general conservador António de Spínola, que parecía sacado de una opereta con su fusta y su monóculo, asumió la presidencia de una Junta de Salvación Nacional y a la vez la presidencia de la República.

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Spínola quería que se aprobara rápidamente una Constitución presidencialista, parecida a la establecida por Charles de Gaulle en Francia, y que se iniciara una negociación con los rebeldes de las colonias africanas y asiáticas (Angola, Mozambique, Guinea Bissau, Timor Oriental, etcétera) para constituir una federación lusófona aún vinculada a la metrópolis.

Los acontecimientos, sin embargo, se lo llevaron por delante. El poder real estaba en manos del COPCON (Comando Operacional del Portugal Continental), es decir, de los oficiales revolucionarios. Y al frente del COPCON estaba el teniente coronel, enseguida autoascendido a general, Otelo Saraiva de Carvalho, un personaje insólito, partidario de una “democracia participativa” en manos de las “asambleas populares” encabezadas por obreros y campesinos. El parecido con los soviets resultaba obvio.

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A diferencia del Partido Comunista de España, el Partido Comunista Portugués, de Álvaro Cunhal, no aceptaba la democracia parlamentaria. Y mientras las colonias se independizaban (para emprender sus propias guerras civiles) y los colonos portugueses viajaban a la metrópolis sin casi nada, el gobierno, o más bien Saraiva de Carvalho, empezó a nacionalizar la banca y las grandes empresas. Los comités sindicales se encargaron de los medios de comunicación. Incluso el pequeño comercio quedó en manos de comités obreros.

El general Spínola renunció, se refugió en España y formó un pequeño ejército de antiguos soldados, antiguos policías políticos y mercenarios con el que, en marzo de 1975, intentó un golpe de estado. Pese al apoyo del franquismo y de la CIA, fracasó. El Movimiento de las Fuerzas Armadas proclamó la “transición al socialismo”, bajo el mando de un consejo revolucionario. Saraiva de Carvalho viajó a Cuba, donde fue homenajeado por Fidel Castro.

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La burguesía se exilió a Brasil o España. El 25 de abril de 1975 se celebraron elecciones a un Parlamento constituyente con una participación altísima y un resultado sorprendente: venció el Partido Socialista de Mário Soares, con el 38% de los votos. El Partido Comunista, que lideraba la revolución, no logró más del 13%.

Surgieron grupos terroristas de ultraderecha y ultraizquierda. Portugal parecía encaminarse a una guerra civil. Pero el 25 de noviembre de ese año, cinco días después de la muerte de Franco en España, una nueva intentona golpista de Spínola provocó un golpe simultáneo dentro del ejército, en el que los oficiales socialistas vencieron a los comunistas. Y el “proceso revolucionario” terminó su curso tan inesperadamente como había comenzado. Hace 50 años nació el Portugal de hoy.

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En el Portugal de hoy gobierna la derecha, y la oposición, que ostenta un rango oficial en el parlamentarismo del país, está dirigida por la ultraderecha de Chega. Son otros tiempos.