Probablemente no sabemos muy bien qué pasó de verdad el 23 de febrero del 1981, a pesar de la frágil versión oficial. En cambio, sí podemos saber bastante claramente qué efectos tuvo. El golpe de estado, o el golpe de timón, que se acabó produciendo ese día dio por cerrada la Transición poniendo el freno y en parte la marcha atrás. Una parte de los poderes reales del Estado consideraron que la Transición había llegado demasiado lejos, o que había el riesgo de que lo hiciese. Y la cerraron. Sobre todo en lo que más los inquietaba, quizás: la evolución del estado autonómico. Eso que a veces llamamos el régimen del 78 es quizás más exactamente el régimen del 1981: el que quedó establecido al día siguiente del 23-F, cuando el rey convoca a los principales partidos españoles, pero no a los vascos ni a los catalanes. El régimen que se dibuja ese día –quién sabe cómo– es una democracia convencional, pero con tres zonas de exclusión. Tres temas en los que la democracia, como los teléfonos móviles, no tiene cobertura: la monarquía, la unidad de España (tal como ellos la entienden) y la no revisión del franquismo (que se podía mantener dentro de las estructuras del Estado). No sé quién hizo qué, ese día. Pero, a pesar de que ahora serán días de incensario, parece claro quién y qué le sacó provecho.