9-J: una emergencia democrática
Aunque suene a tópico: no sé si somos suficientemente conscientes de lo que nos jugamos en las elecciones europeas del 9 de junio. Tan acostumbrados como estamos a considerar estos comicios como de segundo orden, debido a la errónea percepción que no tienen tanta incidencia en nuestras vidas como las elecciones catalanas o españolas, corremos el riesgo de reproducir los altos porcentajes habituales de abstención o de asistir a una ola de voto de castigo a los partidos considerados tradicionales. Por el contrario, Europa vive un momento delicado que no consiente alegrías de este tipo. Sobre la mesa hay carpetas tan trascendentes como la agresión rusa en Ucrania o el genocidio israelí de la Franja de Gaza, que son algo más que imágenes escalofriantes que nos mueven a la compasión. La toma de posición de Bruselas en el tablero geoestratégico global importa frente a la hegemonía de Estados Unidos o China, y condiciona nuestras vidas hasta expandir nuestros presupuestos de Defensa. Al igual que afectará a nuestro bolsillo y bienestar la reanudación de las severas medidas de estabilidad y de equilibrio financiero de antaño, empujadas nuevamente por los frugales nórdicos, ahora que vuelve aunque sea tímidamente el crecimiento económico y después de unos años en los que se ha levantado el acelerador del rigor presupuestario por los efectos devastadores de la pandemia. O, en fin, también es relevante el decidido impulso a la unidad política europea, que es un horizonte necesario y más ambicioso que el reforzamiento del mercado único o la eliminación de las barreras que frenan nuestra competitividad en la línea de lo que preconizan los informes de Enrico Letta y Mario Draghi.
Sin embargo, sin duda, el tema más importante que tenemos delante es el crecimiento exponencial del populismo reaccionario y de la ultraderecha en todas partes. Este hecho, combinado con una improbable victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas de noviembre, más allá de sumirnos en la desesperación o explorar las posibilidades de vida en otros planetas, debe llevarnos a una reacción. Así, si dejamos a un lado, por ilusoria, la posibilidad de que Europa responda a todos estos retos desde un único número de teléfono, como dijo Kissinger irónicamente –sólo hay que ver el antagonismo del eje franco-alemán, entre el pesimismo de Emmanuel Macron y la inhibición de Olaf Scholz, suficientemente debilitados internamente–, ahora lo que toca es salir al campo a defender los valores y principios en los que se fundamenta el propio proyecto europeo.
Prueba de ello es que, si se cumplen los malos augurios de los estudios de opinión, no sólo la extrema derecha aumentará de votos, sino que la derecha tradicional, producto de la alianza histórica de la democracia cristiana y el conservadurismo liberal, no descarta pactar con ellos. Y esto es así porque se estima que en torno a uno de cada cinco de los 720 diputados que obtendrán escaño puede pertenecer a uno de los dos grupos que se sitúan en el espacio ultraderechista europeo: uno, los Conservadores y Reformistas Europeos (CRE), considerados los moderados (!), donde conviven Vox, los polacos de Ley y Justicia (Kaczynski), los Hermanos de Italia de Giorgia Meloni, los de Éric Zemmour y quizás, más adelante, el inefable Viktor Orbán; el otro, el más radical, Identidad y Democracia (ID), liderada por Marine Le Pen, la Liga de Matteo Salvini y los neerlandeses de Geert Wilders; y todavía pasarán el rastrillo los actualmente apestados –y expulsados de ID– extremistas de Alternativa para Alemania (AfD). Aunque no son exactamente lo mismo, ninguno de ellos está comprometido seriamente con el proyecto europeo, aunque algunos como Meloni tratan de disimularlo bajo una pátina de pragmatismo, de respeto al estado de derecho y pro europeísmo genérico. Y lo que es seguro que les une es un espíritu profundamente reaccionario que colisiona frontalmente con el proyecto de la integración europea. Un espacio que, además, está en transformación por el acercamiento entre Meloni y Le Pen, entre otros factores.
A la hora de ir a votar, por ejemplo, habrá que tener en cuenta, además, que la spitzenkandidat del Partido Popular Europeo (PPE), Ursula von der Leyen, que aspira a perpetuarse como presidenta de la Comisión, ha dejado claro más de una vez, la última en un debate durante la campaña, que podría pactar con el grupo de Santiago Abascal y Giorgia Meloni, a cambio de sus votos en la investidura. Dicho con otras palabras, se ha mostrado partidaria, llegado el caso, de dinamitar la alianza histórica que ha estado en la base del proceso europeo: el acuerdo entre conservadores y socialdemócratas. Y todo esto por un mero cálculo electoralista. Aunque está por ver que esto sea posible, en el sentido de que sea viable una nueva mayoría conservadora. Recordemos que la ratificación de Von der Leyen hace cinco años fue de un voto. Lo que es seguro, sin embargo, es que convertiría a la Eurocámara en un escenario inestable, en manos de un grupo de saltamontes ultras con ganas de bronca, porque precisamente lo que quieren es reventar el proceso de integración. Y repercutiría también en el propio ejecutivo comunitario, Comisión y Consejo, contribuyendo a extremar la polarización ya minar la confianza mutua entre las grandes familias políticas europeas, además de aparcar proyectos estratégicos comunes y radicalizar políticas como la inmigración.
Nos conviene mucho, pues, que en Bruselas haya una sólida mayoría proeuropea que salga tanto de las urnas como de los acuerdos poselectorales, que sea capaz de mantener flotando una UE tocada por las actuales desavenencias geoestratégicas, energéticas o fiscales. Mucho peor es tener que quedar en manos de los radicales de derecha italianos y húngaros o de los neofalangistas españoles. Hacemos votos para que se mantenga la contradictoria panoplia ultraderechista y para que no tengan un rol decisivo en el futuro de Europa. Aunque soy consciente de que el agrio debate interno en nuestro país no ayuda. La aprobación de la amnistía en plena campaña electoral ha calentado aún más los ánimos de la reacción ibérica. Pero se impone al menos una reflexión por parte de quienes suelen abstenerse o profundizar con su voto en la protesta: si la ultraderecha sube, los populares europeos perderán poder y sobre todo perderán valores.