Adiós a la nueva política

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Pablo Iglesias durante la noche electoral del 4-M.

Es innegable que el resultado de las elecciones celebradas este martes en la Comunidad de Madrid tendrá efectos en el tablero de juego político más allá de la Villa y Corte. El resultado espectacular del PP de Isabel Díaz Ayuso, que ha recogido el 45% de los sufragios, y el batacazo del PSOE, que a pesar del protagonismo de Pedro Sánchez ha quedado en tercer lugar y no ha llegado ni al 17% de los votos, a buen seguro que hará reprogramar las estrategias de todos los partidos españoles.

Seguro que de estas elecciones se pueden sacar muchas conclusiones, pero más allá de las que son en clave más madrileña, se pueden destacar tres más generales. La primera tiene que ver con la gestión de la pandemia: liderar el ranking en número de muertes por millón de habitantes, lejos de merecer una reprobación de los votantes, ha obtenido un premio. Retorciendo el concepto de libertad, mucha gente se ha convencido de que poder tomar una caña hasta la hora del toque de queda, a las diez de la noche, era una revolución y han llegado a la conclusión de que un exceso –evitable– de muertes por covid es un daño colateral socialmente soportable. Si esta es la escalera de valores de la sociedad, la tentación de poner la salud por detrás de la economía se convierte en un precedente fácilmente imitable.

La segunda conclusión es que Pedro Sánchez no tiene, ahora mismo, ningún incentivo para adelantar las elecciones españolas. La oleada madrileña podría llegar a llevarlo hacia las rocas. Por mucho que nunca haya disimulado su incomodidad por tener que apuntalar su mayoría gobernando con Podemos y teniendo que buscar el apoyo de partidos como Esquerra Republicana, hoy tiene menos margen de maniobra que ayer. No puede convocar elecciones por el riesgo de perderlas ni puede buscar mayorías alternativas porque no existen. Por lo tanto, la debilidad del PSOE es una oportunidad para los diputados catalanes que tendrían que saber aprovechar.

Y la tercera gran conclusión es que con estas elecciones se confirma el regreso del bipartidismo, que de hecho nunca había marchado del todo. En la derecha y la izquierda habían surgido nuevos actores, con Ciudadanos y Podemos, que amenazaban las hegemonías históricas de PP y PSOE. Hace ahora diez años los dos grandes partidos españoles sumaban el 73% de los votos y 296 escaños de 350; después de las últimas elecciones generales de 2019 se quedaron en el 49% de los votos y 209 escaños. Pero, en el actual ciclo electoral, se constata como los naranjas y los lilas van de mal en peor. En las elecciones vascas, gallegas, catalanas y madrileñas del último año, Ciudadanos y Podemos han perdido casi todo su capital político, y es especialmente remarcable la colección de fracasos del partido de Inés Arrimadas, que está en vías de extinción.

Hoy ya nadie se acuerda de lo que se denominó nueva política, surgida entorno al movimiento 15-M y de los efectos de la crisis económica iniciada en 2008. La frescura de los discursos, la necesidad de regenerar el lenguaje, el deseo de apartar las formas opacas de tomar decisiones o la voluntad de huir de la táctica partidista ya forman parte de una retórica que ha quedado atrás. Los máximos exponentes de aquella nueva política en España eran Pablo Iglesias y Albert Rivera, hoy los dos retirados de la política después de asumir la responsabilidad de los pésimos resultados de sus formaciones.

La caída política de Pablo Iglesias, a quien se ha satanizado y desprestigiado usando el mismo patrón que desde la caverna mediática madrileña se ha aplicado sin descanso contra los dirigentes independentistas, es la gran metáfora de la victoria de la derecha. Ver su cabeza en una bandeja la misma noche electoral es, para la derecha, el triunfo de la libertad. Un trofeo de caza. Y, por el mismo precio, con el adiós de Pablo Iglesias se pierde una voz que, con buenas palabras y ningún hecho, ha procurado entender la realidad de Catalunya.

El sistema político español tiende a volver al esquema del bipartidismo clásico de las derechas y las izquierdas, sin mucho margen para los matices ni los acentos dentro de cada espacio, si bien Vox consolida electoralmente un espacio del diez por ciento de los votos que, en la práctica, acaban sumando siempre a favor del Partido Popular.

Las elecciones madrileñas dejan mal regusto de boca. Más allá de las preferencias políticas que tenga cada cual, que hacen que los resultados gusten más o gusten menos, ver que aquello que funciona es una manera de hacer política basada en mensajes de buenos y malos, con dilemas absurdos como los de socialismo o libertad o con dosis de demagogia que ofenden la inteligencia, provoca un cierto desaliento. Cuando la política se limita a ser un espectáculo pirotécnico de frases ingeniosas, de titulares vacíos, de reproches penetrantes o de dilemas falsos que lo acaban convirtiendo todo en una gran caricatura es cuando perdemos todos.

Carles Mundó es abogado y ex conseller de Justicia

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