Ferran Sáez Mateu en una imagen de archivo.
21/03/2025
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Hace poco le pregunté a Ferran Sáez sobre su relación con la espiritualidad y me señaló una ventana discreta situada muy arriba de la habitación en la que nos encontrábamos. Era un día gris, la luz natural perdía contra lo artificial, y en el alféizar había un gorrión que aprovechaba las formas del edificio para resguardarse de la lluvia. "Podría poner una barrera entre lo que estamos haciendo aquí y ese gorrión, entre yo y el mundo, pero elijo no hacerlo", dijo. Estábamos en un salón de actos de la Casa de Convalecencia, una joya de la arquitectura civil barroca catalana que sirve de sede en el Institut d'Estudis Catalans, al final de un simposio dedicado a celebrar Sáez en tanto que "clásico contemporáneo" y profundizar en el conocimiento de su obra. Después de cuatro horas de ponencias académicas, en la periferia de una burbuja de logros humanos el resto del mundo seguía girando con una indiferencia laboriosa y calmada. Es una de esas imágenes que te hace verte desde fuera y, en ese cambio de la mirada, consideras la posibilidad de que haya algo genuinamente importante más allá de ti mismo.

La pregunta era pública y el público sonrió: cualquiera que conozca un poco a Sáez sabe que este tipo de gestos le definen bien. De hecho, no es necesario conocerlo en persona: los lectores del ARA recordarán artículos levantados a partir de la disposición de las estrellas en el cielo nocturno en un momento determinado del año, de las cualidades de la luz en unos días particulares de otoño, o de la música de Bach. Son los mismos lectores que saben que estas digresiones poéticas no contienen ni una gota de sentimentalismo azucarado, sino la seriedad que ayuda a dar peso y concreción a las ideas. Y también son los mismos lectores que cuando chocan con las estampas de belleza ya las anticipan como el preludio de un contrapunto irónico que recuperará un cierto grado de distancia. Ese tumbar y girar que respeta la complejidad de las cosas a la vez que las mantiene vivas es el responsable de la condición adictiva del placer de leer a Sáez.

Puede parecer un poco raro pedir a un intelectual irrefutablemente moderno sobre espiritualidad. A priori, el gran tema de Sáez es la comunicación. No en el sentido efectista con el que le ha degradado la retórica del marketing, sino el de la raíz que deriva del verbo comunicar, que en latín significa poner en común o compartir (ir a la etimología de las palabras es, también, un recurso típicamente saeziano). Profesor universitario de quienes dignifican la institución, a mí me dio una asignatura que se llamaba Ágora Digital, que diría que resume perfectamente una manera de mirar que intenta entender nuestros tiempos fijándose especialmente en lo viejo en lo más aparentemente nuevo. Al igual que su adorado Montaigne, Sáez sabe que la comunicación siempre es un ensayo, es decir, un intento de cruzar el abismo entre dos cabecitas que siempre es provisional y abierta a múltiples posibilidades de fracaso. La trayectoria intelectual de Sáez puede entenderse como un ejercicio interminable de crítica de las fuerzas que amenazan las condiciones de posibilidad de la comunicación contemporánea.

Destaco dos de estas fuerzas contrarias a la conversación pública con la que Sáez ha trabajado una enemistad íntima a lo largo de los años: una filosófica y global, y otra política y local. La primera es la "posmodernidad paródica", una escuela intelectual de la segunda mitad del siglo XX que, según Sáez, comienza haciendo una crítica muy fina a los dogmatismos de la modernidad, pero acaba degradándose en un fraude intelectual muy peligroso. La segunda es la Transición, como la democracia española tiene los pies de barro porque se fundamenta sobre el olvido de los crímenes y la lógica genocida del franquismo, particularmente en términos de limpieza étnica catalana, en vez del reconocimiento de lo ocurrido. El corpus de Sáez vuelve una y otra vez a estas dos imposturas intelectuales que, en nombre del progreso y la igualdad, han asfaltado nuevas formas de dominación y oscurantismo.

¿Pero no es la espiritualidad una forma de comunicación? Sáez acaba de publicar un libro breve y excepcional, Presencia de una ausencia (Publicaciones de la Abadía de Montserrat), donde argumenta que "las infinitas formas contemporáneas de culto a la emoción, el mindfulness, el yoga desconectado de sus orígenes, el «crecimiento personal» con toques espirituales, etc." tienen una vocación de inmanencia, mientras que la espiritualidad que a él le interesa está conectada con la trascendencia "en el sentido de no-inmanencia, no de un simple sinónimo encubierto a lo condal". estructuras sociales y hechos históricos que no se pueden dar la vuelta con la interpretación.

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