Acaba de salir a las librerías Modernidad explosiva, de Eva Illouz (Ediciones 62). El pensamiento de esta mujer, nacida en Fez, en Marruecos, en 1961, es uno de los más interesantes del panorama actual. No sé si decir que es la filósofa más sociológica o la socióloga más filosófica, pero sus ideas suelen aportar una mirada distinta e interesante. A mis estudiantes les hacía leer El amor, la razón, la ironía, que es la transcripción de una conferencia que impartió en el CCCB en 2011. Me gusta que en ningún momento intente épater los burgueses, una de las epidemias intelectuales de la década de 1970 con un virus resistente y en constante mutación. Valoro igualmente que se exprese con claridad. El libro mencionado habla de emociones, pero nada tiene que ver con el nyigo-nyigo cursi y blandito habitual cuando se trata este tema. Las emociones pueden ser percibidas casi como un fallo conductual que nos desvía del camino seguro de la racionalidad o bien, en un sentido opuesto, como nuestra verdadera identidad, la que nos hace humanos. En Blade Runner, el test para pillar a los replicantes se basa, justamente, en discernir la presencia o la ausencia de emociones.
El miedo, obviamente, ocupa un lugar central en ese álgebra mental, pero, como veremos después, el tema es más ambiguo de lo que parece. "Tanto la izquierda como la derecha han utilizado el miedo como arma política", afirma Illouz en la página 193. Los ejemplos son infinitos: van de la dramatización de la meteorología hasta la deshumanización y brutalización de los inmigrantes, pasando por mil y una hipérbolas referidas a menudo a hechos anecdóticos pero emocionalmente desgarradores. Es cierto que el miedo puede servir para manipular, pero la cuestión no termina ahí. Propongo una referencia actual: la del asteroide llamado YR4, cuyas probabilidades de colisión contra la Tierra fueron tomadas en serio por los científicos hace pocos meses. No se trataba de ninguna leyenda urbana: existía un riesgo objetivo, muy bajo pero en modo alguno imaginario. Otra cosa es cómo debía comunicarse y cómo había que vehicular políticamente el riesgo (y, sobre todo, el pánico colectivo asociado). ¿Podría haber servido para instrumentalizar el miedo al personal? Naturalmente que sí. ¿Había que ignorar, pues? Por supuesto que no. Yo creo que ese matiz es importante. No todo miedo es justificado, pero tampoco es a la fuerza infundado. Otro caso que acaba de cumplir cinco años, el de la pandemia de la cóvido, muestra la misma ambigüedad. En este caso, fue la extrema derecha más tronada, la de Trump o Bolsonaro, la que quiso relativizar un riesgo real que acabó matando a unos quince millones de personas en todo el mundo. Aquella situación fue potineada por algunos gobiernos pro domo sua? Sí, por supuesto. ¿Representaba un riesgo potencialmente devastador, sin embargo? También, por supuesto. Para quienes sienten aversión a los matices, es un ejemplo incómodo.
¿Cómo gestionar el miedo? En estos momentos, los miedos aparecen o desaparecen erráticamente en función de lo que decide el poder-poder, el de verdad, por medio, entre otras muchas cosas, de los algoritmos que guían las diferentes redes sociales o de los temas inoculados a través del nuevo opio del pueblo, las series. El papel de los medios de comunicación profesionales, por desgracia, no siempre es el más adecuado, porque cada vez está más ligado –mejor dicho, enredado– con las redes. La pérdida del papel arbitral de la racionalidad en la toma de decisiones colectivas supone una gran erosión para el sistema democrático. Mientras sólo se hagan escuchar a aquellos que gritan más, a aquellos que suplen la falta de argumentos con gestualidades variadas; mientras los protagonistas de la vida pública sigan siendo quienes optan por conmover en lugar de mover –es decir, de movilizar– la democracia tiene un futuro incierto. De hecho, la cada vez más enigmática noción deopinión pública hace muchos años que ha ganado la partida a la nítida noción de ciudadanía: el referente de muchos políticos ya no reside en los programas refrendados por las urnas, sino en el dudoso resultado de estudios demoscópicos realizados, sin ningún tipo de control real, por empresas privadas o por instituciones públicas que a menudo explican sólo lo que quieren escuchar a los contratantes. Gestionar el miedo, o cualquier otra emoción como las que analiza la profesora Illouz –la decepción y la esperanza colectivas, la envidia y el resentimiento personal que se acaban politizando, o la nostalgia por cosas que en realidad no existieron nunca– resulta, en un marco como éste, tan difícil como una interlocución.