Agosto tenebroso

Tengo miedo. Debo confesarles que tengo miedo. El primero de septiembre cumplirá años, ochenta y seis si no me he equivocado, que estalló la Segunda Guerra Mundial. Y ahora tengo miedo a la tercera. Esto que yo ya estoy dando los últimos pasos sobre la corteza de este mundo destrozado. Pero lo cierto es que tengo miedo. Y es que estamos en manos de un par de psicóticos que juegan a ver quién la tiene más gorda, la armada o lo que sea. Trump y Putin, ambos, pueden tener un arrebato en cualquier momento y envolver la madeja de manera irreversible. Trump desplaza submarinos nucleares para intimidar a Putin, y Putin prepara sus misiles prohibidos. Ucrania será la excusa. La verdad es el orgullo. Y Gaza puede ser otra excusa. Da igual, le da igual. Trump amenaza al mundo con sus aranceles, y Putin, con sus drones. Da igual. La verdad es que tengo miedo.

Hace ochenta y seis años el poeta inglés –aún era inglés– WH Auden escribió un poema titulado "1 de septiembre de 1939". En este poema dice que "olas de rabia y miedo / circulan sobre los brillantes / y ensombrecidos países de la tierra, / obsediendo nuestras vidas privadas; / el indefinible olor a muerte / ofende la noche de septiembre". Es precisamente ese indefinible olor a muerte que siento en cada noticiario de la televisión. Cada día más fuerte, cada día impregnando más nuestras vidas de cada día, como suele decirse.

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Aparte de esto, el mes de agosto ha comenzado como cada año. En Sant Feliu de Guíxols, donde vivo, acaba de pasar la fiesta mayor, con su ruido habitual, los conciertos, los correfocs y eso que llaman batucadas. Y los cohetes y petardos de los fuegos artificiales. Como cada año. El pueblo –o la ciudad, o lo que sea– está a rebosar de veraneantes y vacanceros de todo tipo y todo color y toda lengua –de forma predominante francés e inglés–. Pero también se siente italiano, aparte de las habituales: castellano, que domina todo, cada día más; árabe, que tal vez pronto lo dominará todo, y algo de ucraniano, por supuesto. Y otros que no sé distinguir.

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Vuelve a hacer calor. La playa está llena a rebosar. Las terrazas de los bares llenas, los camarillos temporeros van de bólido de una mesa a otra. Los hombres –y las mujeres– del tiempo nos amenazan con mayor calor. Pero dicen, nos recuerdan, que estamos en agosto, que estamos en verano y hace lo que debe hacer. Odio los veranos. El bochorno vespertino lo envuelve todo y sólo hago que regar cada noche para que las hortensias no se desmayen y los helechos conserven su verde prehistórico. Los geranios se neulen y ya los veo requemados por algún dron pasajero que los chamusque pasando. Sí, tengo miedo, lo confieso. La tiniebla invade mi alma, cansada de informar a un cuerpo cada día más fatigado y más viejo. Quiero aconsejarme pensando que pronto volverá en septiembre y con él el pueblo volverá a su delicioso amodorramiento de balneario, pero no me sirve. Ahora impera la tiniebla radical del alma y el terror que esparcen estos dos locos que gobiernan el mundo.

Pronto será la Virgen de Agosto, el punto álgido de agosto. La luz empezará a sesgarse y en septiembre asomará la nariz entre las hojas ásperas y perfumadas de las higueras. La Virgen de Agosto, Santa María, es la titular de muchas parroquias y, por tanto, preside muchos oficios solemnes y muchas fiestas mayores. Me asaltan muchos recuerdos. La catedral de Girona, dedicada a Santa María, celebra –o celebraba, que no sé– su principal festividad. Recuerdo los estallidos del órgano, las fumerolas de incienso, las flores, los gladiolos blancos, sin perfume, y los nardos, seguramente con demasiado perfume. Las vidrieras góticas del ábside lucían sus colores sobre el retablo de plata incomparable. Obispo y canónigos desarrollaban sus ceremonias pautadas bajo la bóveda inmensa. Se respiraba un aire de fiesta solemne en aquella posguerra triste e inacabable. Recuerdo la liturgia católica como una especie de consuelo en medio de esa oscuridad de la vida cotidiana. Era una tradición que venía de muy lejos y que te daba la seguridad de lo perdurable. Recuerdos de agosto.

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Pero los recuerdos se desvanecen y devuelve la tiniebla actual, la que se cierne sobre el mundo y nos envuelve con los terrores consuetudinarios. De todas formas, quizás es posible todavía un pensamiento pequeño de esperanza. Quizás los dos locos que gobiernan el mundo se arrepentirán antes de hacer un daño irreparable. En aquel poema del que les hablaba antes, Auden dice: "ojalá yo, compuesto de Eros y polvo, / atormentado […] por la negación y por la desesperanza, / muestre una llama afirmativa." Esto es lo que me gustaría.