Agricultores, los nuevos indignados
El 15 de mayo de 2011, las plazas de las grandes ciudades catalanas y españolas se llenaron de gente de todas las edades, que acamparon allí durante días, para protestar por el agotamiento acumulado por los años de crisis financiera que lo arrasó prácticamente todo. Eran tiempos de recortes, de austeridad al dictado de la troika, de paro desbocado y de desahucios diarios. Mucha gente no veía la luz al final del túnel y muchas generaciones, especialmente las más jóvenes, vislumbraban un futuro gris, sin oportunidades. Se presentaba como un final de ciclo, que sirvió para sacudir el sistema de partidos. El tiempo acabó por evaporar los anhelos de cambio y todos aquellos que abanderaban lo que se llamó la nueva política ahora están fuera de juego. El movimiento de los indignados del 15-M, que fue un fenómeno esencialmente urbano, se convirtió en el icono del agotamiento de un sistema que no combate las desigualdades ni la precariedad y que nos hace convivir con una cuarta parte de familias en el umbral de la pobreza.
Esta semana, quien ha levantado la voz para decir que no pueden más son los campesinos y ganaderos catalanes, que se han sumado a la ola de protestas que hay en muchos países de la Unión Europea. Los campesinos son los demás indignados, los que llevan décadas ven con resignación e impotencia cómo se derrumba inexorablemente un sector primario que es mucho más que un sector económico. El 6-F ha sido el día en que los campesinos catalanes han dicho bastante. El agotamiento se ha convertido en indignación y han cortado las principales vías de comunicación para dejar testimonio de todo esto.
Sólo hace dos generaciones era posible vivir de una explotación agrícola o ganadera media, aunque fuera a costa de trabajar siete días a la semana, tanto si llovía como si hacía sol; tanto si era Navidad como si era San Esteban. Y por supuesto que pocos sabían qué quería decir hacer vacaciones. Pero los campesinos nunca se han quejado por tener que trabajar demasiado. De hecho, por talante, los agricultores se han quejado de muy pocas cosas y se han resignado casi siempre cuando los precios han sido injustos, cuando ha habido espabilados que se han aprovechado de su esfuerzo, cuando los costes del combustible o de las materias primas se han encaramado a límites insostenibles, cuando las condiciones climatológicas han hecho perder las cosechas o cuando una epidemia ha arruinado a sectores ganaderos.
Hacer de campesino no es una profesión. Es una forma de hacer y de ser. Es una forma de entender el mundo. El esfuerzo, la tenacidad, la resistencia, la constancia, el aprecio por la tierra y por el territorio impregnan el carácter de los campesinos, que se ha forjado en cada generación, en la que los nietos han aprendido de los abuelos y los padres han aprendido de los hijos, y viceversa. Ahora, sin embargo, este mundo ya no existe. Yo mismo, y mis hermanos, somos la primera generación después de las incontables que nos han precedido que no hemos seguido el trabajo de nuestros padres.
El relevo generacional se ha evaporado al mismo ritmo que las explotaciones agrícolas y ganaderas se han convertido en inviables. Ya no queda explotación pequeña o media, y la excepción que confirme la regla seguro que tiene los días contados, con una inminente jubilación. Las explotaciones han tendido a la concentración y sólo salen los números a base de grandes volúmenes y inversiones millonarias. De hecho, la mayoría de sectores ganaderos, como el porcino, se concentran en muy pocas manos vinculadas a la industria agroalimentaria, y las pocas explotaciones lecheras que quedan son totalmente dependientes de los precios fijados por el cártel de la leche.
La avalancha de normativa, mucha de la que generada desde la Unión Europea, ha colapsado al sector agrícola y ganadero. Los agricultores nunca se han negado a adaptarse a los cambios para hacer las cosas mejor, y de hecho, gracias a ello, hoy nuestras explotaciones producen carne, leche, fruta, arroz y verdura de primera calidad, que nos da plena confianza a los consumidores. Pero esto no puede hacerse a costa de torturar a los campesinos, que deben dedicar un tiempo desorbitado a llenar papeleo ya cumplir controles de todo tipo. Quizás esto podría decirse también de otros sectores, pero las administraciones deben encontrar la manera de revertir esta situación insostenible.
Desgraciadamente, da la sensación de que como sociedad sólo entenderemos el valor que tiene el campesinado cuando ya sea demasiado tarde. No es sólo el valor de proveernos de alimentos y contribuir a cuidar y equilibrar el territorio. El campesinado y la ganadería forman parte de las raíces que definen nuestra identidad como país, como pueblo. Las generaciones actuales somos herederos del esfuerzo que durante siglos han hecho nuestros campesinos, pero nos hemos dado la espalda. No les hemos amado lo suficiente.