El PSC se ha convertido en el centro de gravedad de la política catalana. Es el partido con más votos y con mayor poder institucional. El resto de formaciones piensan sus estrategias en función del gran rival socialista. Esto se debe en parte a los aciertos del PSC, pero también a dos factores externos: el plus de Pedro Sánchez, percibido en Catalunya como el gran freno a la derecha anticatalanista, y también los dos enormes vacíos sociales e ideológicos que Salvador Illa ha logrado ocupar por incomparecencia de sus adversarios: el voto anti-Procés (que en un futuro competirá con el PP, si a Feijóo le van bien las cosas) y el voto de centro que ha desertado de la vieja CiU y que está harto del predominio discursivo, durante la última década, de la izquierda transformadora –ERC, Comuns y CUP–, que ahora está claramente de baja.
Es el PSC de toda la vida, siempre en medio como el jueves, favorecido por los errores del Procés y el miedo al PP. A través de Salvador Illa, está en disposición de liderar la Generalitat. Ante este panorama, los partidos de lo que tradicionalmente llamamos el bloque catalanista (Junts, ERC, CUP y Comuns) tienen dos opciones: tratar de llegar a acuerdos con el PSC, o darle la espalda. La primera opción –el pacto– es la más respetuosa con la aritmética electoral y, con Illa y Sánchez necesitados de apoyos en Barcelona y Madrid, puede ser también la que dé frutos más tangibles. El problema es que puede instalar a Illa en la Generalitat unos cuantos años apropiándose (como ha hecho hasta ahora) de todos los frutos de la negociación entre ERC y el PSOE. Para los republicanos, además, supone enfrentarse al pulso de la militancia (que tiene la última palabra) y al chantaje de Junts, con el regreso de Puigdemont en la esquina.
La segunda opción, la de dar la espalda al PSC, es la preferida de la CUP (por razones de pureza ideológica) y también de Junts, que aspira a bloquear la investidura y forzar la repetición electoral bajo el impacto emocional del retorno –y posible detención– de Carles Puigdemont. Esto presenta ventajas tácticas, porque atizará la crisis interna de ERC y quizá movilizará a una parte del voto puigdemontista latente o distraído. Aunque, parafraseando El Padrino III, edificar políticas sobre las emociones es como edificarlas sobre el barro. Más allá de los riesgos, esta posible jugada de Junts puede llevar a una consecuencia indeseada: el escoramiento del PSC hacia el bloque españolista, por necesidad y por el miedo a alimentar al PP.
Esto, en lo que se refiere al corto plazo. Pensando un poco más allá, todo el mundo coincide en que ninguno de los partidos parlamentarios actuales tiene fuerza suficiente para hacer frente en solitario al PSC. ERC ha tenido la opción de consolidar una tercera vía más allá de la sociovergencia y la ha desperdiciado de forma lastimosa. Esto hace que los partidarios de la unidad soberanista (la resurrección de Junts pel Sí) se sientan validados. No cabe duda de que un invento así podría ganar las elecciones –pero no gobernar solo– y que la unidad de acción en Madrid aumentaría el poder negociador catalán –pero para eso no es necesaria una coalición...–. Ahora bien, una apuesta estratégica como esta se vería, inevitablemente, como un movimiento defensivo: nada que ver con 2012, cuando el independentismo –con tres candidaturas distintas– salía a conquistar todo el abanico ideológico, pensando en el país entero, erosionando las fronteras electorales del PSC y de los Comuns. Ahora los unitaristas plantean unir sus filas –diezmados, llagados y divididos– para encumbrarse tras los muros de su El Álamo, con el único objetivo de resistir el embate de un adversario con el que solo se puede dialogar a tiros. .. Normalmente, esta opción es la última, la de los momentos desesperados. ¿Ya hemos llegado a este punto?