La soledad no mata, como un disparo, de manera fulminante. Consume lentamente, como el moho. No hablo de la que es querida o circunstancial, sino del dolor existencial de los seres arrinconados, los que suman al aislamiento el sentimiento de soledad. El aislamiento ha sido siempre una experiencia literaria extrema. Individual, como la de las vidas paralelas en La soledad de los números primos, de Paolo Giordano. O colectiva, la de Cien años de soledad, una densa genealogía de vidas atrapadas en la ciudad de Macondo, la eterna periferia. Pero lo que era una realidad marginal –propia de situaciones sociales de exclusión, de la vejez, la enfermedad, la pobreza– es hoy un fenómeno de masas, una plaga global. Un estudio reciente de investigadores de las universidades McGill y Oxford, publicado durante la pandemia en la revista Trends in Cognitive Sciences, documenta la afectación negativa que tiene la soledad sobre el sistema inmunitario y la salud del cerebro. Han comprobado, por ejemplo, que el hecho de pertenecer a un grupo (club deportivo o de otra afición, comunidad religiosa, organización social, da igual) reduce el riesgo de depresión futura casi en un 25%.
La economista inglesa Noreena Hertz profundiza en las últimas degradaciones de este mal secular en la obra The lonely century: how isolation imperils our future [El siglo solitario: cómo el aislamiento hace peligrar nuestro futuro] y en reseñas en medios como The Financial Times o Le Soir. Constata los efectos psíquicos de una sociedad contacless (sin contacto) y da cifras de su impacto económico: 7.000 y 2.000 millones de euros el año para los sistemas de salud norteamericano y británico, respectivamente. El consenso científico hizo que la OMS declarara la soledad como uno de los problemas sanitarios mundiales y que el Reino Unido reaccionara con la creación, ahora hace dos años, de una secretaría de estado. No parece que a Trump estos datos le preocuparan mucho. Nada extraño si pensamos que la caterva de hombres blancos arrinconados por la globalización –a quien seducía la retórica sobre los “olvidados” (forgotten men)– era uno de sus nichos de votantes. Los ciudadanos que se sienten apartados, con interacciones sociales limitadas en el mundo real, tienden a reproducir espirales mentales que les hacen percibir el mundo exterior como hostil y amenazante. El populismo ultra explota esta imagen con habilidad e inocula una visión de la inmigración como un peligro inminente. La correlación entre la proliferación de "almas que agonizan” y el auge de la extrema derecha parece producirse por todas partes. Está estudiado que estas masas de personas que se sienten dejadas de la mano de Dios (o más bien de los gobiernos y de una sociedad de barrios inhóspitos, partidos obsoletos y sindicatos inoperantes) fueron cruciales en el ascenso del Frente Nacional francés. Y no es casual que Salvini se dirigiera a menudo a sus partidarios con términos como amici, mamma o grande famiglia.
Este fenómeno ya había sido observado por Hannah Arendt, que, en Los orígenes del totalitarismo, considera la soledad –estrechamente relacionada con el desarraigo y la destrucción de los espacios de acción conjunta– un terreno propicio para gobiernos totalitarios. También el sociólogo Michael Young identificó las emociones (el desamparo, la frustración, la humillación) como uno de los desencadenantes de la distopía populista. En 1958 ya predijo la deriva encarnada por el trumpismo o el Brexit, a partir de un coágulo sentimental de doble cara: el resentimiento de la clase trabajadora y la prepotencia de las élites meritocráticas. El lema “¡Es la economía, estúpido!” –un clásico del marketing político, tan útil para Bill Clinton– no le sirvió a Hillary, percibida como arrogante e insensible, de antídoto para la verborrea pija.
La novedad de todo ello es cómo el número de conductores solitarios, entre los cuales hay muchos hombres arrinconados por el capitalismo zombi y el individualismo suicida, se esparce el último siglo. Un mundo en el que tres de cada cinco americanos consideran que están solos, en el que un 60% de los ingleses no conocen el nombre de sus vecinos y en el que uno de cada tres jóvenes catalanes –según datos de La Caixa– siente que no tiene suficientes relaciones sociales. La tendencia parece imparable, favorecida por el confinamiento y la reclusión, por el paro y el teletrabajo. Para que esta falta de sentido de pertenencia no alimente las opciones fascistas, Hertz sugiere a las fuerzas políticas progresistas y liberales, atrapadas en la asepsia y la tecnocracia, que aprendan a hablar la misma lengua que los populistas; una lengua basada en las emociones y la empatía. Me hace pensar en la frase de Mafalda “Sería ideal tener el corazón en la cabeza y el cerebro en el pecho; así pensaríamos con amor y querríamos con sabiduría”. De cómo canalizar nuestras emociones para obtener rédito de ellas, en estos tiempos de desconexión personal y ultraconexión virtual, podemos aprender de las tecnológicas. Internet es la causa y la solución, el pecado y la penitencia. Pienso en ello precisamente cuando recibo (mira tú por dónde, vía un grupo de WhatsApp) una imagen actualizada sobre los pecados capitales y su remedio (o las emociones tóxicas y las herramientas de gestión, si lo preferís): Netflix para la pereza; Glovo para la gula; Instagram para la envidia; Twitter para la ira; Amazon para la avaricia; Tinder para la lujuria.
Coincido con Hertz en pensar que el lenguaje importa, a pesar de que el nombre no hace la cosa, como el envoltorio no hace el regalo. Ella misma reconoce que el problema es estructural. La solución, pues, también tiene que ser estructural. Mientras a muchas de estas plataformas –que mercadean con los datos, explotan al personal y esquivan los impuestos– se les disparan los beneficios, se fulmina la inversión pública en clubes sociales y bibliotecas públicas. No me parece anecdótico, sino sintomático, que el estado español haya cerrado 226 en los últimos diez años, a pesar de tener 110 millones de visitas al año (con Catalunya como comunidad con más afluencia). Una app no hace un vínculo, un like no emula un abrazo, una urbanización no suplanta un barrio. Y nunca, nunca, un usuario sustituye a un ciudadano.