La ampliación inviable
Las dos principales estrategias para hacer frente al cambio climático son, a grandes rasgos, la adaptación y la mitigación. La adaptación a un clima cambiante, de hecho, forma parte de la historia de la humanidad. Implica, en su versión más extrema, fuertes desplazamientos de población. Pero también cambios a los cultivos y la alimentación, para adaptarse a un contexto cambiante. También implica cambios en la forma de construcción de las viviendas, en el diseño de las ciudades y en la construcción de infraestructuras resistentes a los cambios esperados, y otras que puedan proteger la población de fenómenos climáticos extremos, como inundaciones, grandes incendios, olas de calor, subida del nivel del mar, etcétera. Se trata de una estrategia orientada a prevenir las consecuencias negativas del cambio climático.
La mitigación del cambio climático, en cambio, se dirige a las causas del cambio climático para intentar limitar el calentamiento global. En nuestro mundo, básicamente, la mitigación pasa por reducir las emisiones de los gases que provocan el efecto invernadero. El alcance de la mitigación necesaria para lograr determinados objetivos en términos de calentamiento global está muy bien cuantificado por los científicos, y estamos lejos de lograrlos.
Una diferencia clave entre la mitigación y la adaptación, entre otras cosas, es que la primera tiene que ser un esfuerzo a escala global, mientras que la segunda, en buena medida, tiene que ser prioritariamente local. La escala global que necesita la mitigación, aun así, es uno de sus principales talones de Aquiles, puesto que requiere un nivel de coordinación entre países muy difícil de lograr.
En todo caso, el proyecto de ampliación del aeropuerto va en dirección contraria tanto de la mitigación como de la adaptación al cambio climático. Fomentar el crecimiento del tránsito aéreo implica necesariamente un incremento de las emisiones, por mucha pseudoliteratura que quieran poner estos días los que nos prometen, sin vergüenza, el aeropuerto más verde del mundo.
Por otro lado, es bastante evidente que invertir 1.600 millones de euros en una infraestructura situada a la orilla del mar, y por lo tanto extremadamente vulnerable a cualquier pequeña oscilación del nivel del mar, no va precisamente en la línea de la adaptación al cambio climático. Estos días, curiosamente, no se habla del coste de proteger la infraestructura aeroportuaria de la subida prevista del nivel del mar.
El hecho que en un contexto de emergencia climática se planteen operaciones como esta es muy sintomático de las dificultades políticas que plantea el cambio climático. Básicamente, porque es percibido todavía como una amenaza incierta y a largo plazo. A pesar de que los informes científicos insisten en que la amenaza es segura e inmediata, la percepción general sigue siendo la de un riesgo distante. No nos tendría que sorprender esta incapacidad colectiva de entender los dilemas intertemporales: solo hay que recordar la lentitud en la reacción colectiva a la pandemia: incluso cuando ya estaba afectando gravemente a un territorio tan cercano como el norte de Italia, nos costó mucho reaccionar.
En todo caso, es imprescindible que la alianza entre la ciencia y la sociedad civil organizada siga empujando para hacer entender la magnitud del problema y la necesidad de responder de manera decidida ante el corto plazo de los sectores económicos y políticos que encabezan el nuevo desarrollismo.
En el caso de la ampliación de El Prat, la sociedad civil catalana tiene capacidad para pararla. Es muy poco probable que se acabe ejecutando el proyecto que implica asolar la laguna de La Ricarda. En este caso, la Comisión Europea puede ser un aliado fundamental, pero hace falta que la sociedad civil plantee la batalla jurídica, de movilización y de opinión pública para blindar al máximo el delta del Llobregat. Las grandes batallas por la defensa del territorio que se han ganado han sido siempre con muchos esfuerzos colectivos, y ahora no será diferente.
Cuanta más fuerza colectiva se demuestre, más evidente se hará que el proyecto planteado por Aena es inviable. Y esto forzará a los responsables políticos a mirar más allá y analizar las alternativas a una propuesta que no tiene ningún futuro, porque no tiene ninguna lógica. Después del choque de la pandemia es más difícil todavía anticipar cuál será la evolución del tránsito aéreo, tanto el de negocios como el de turismo. Por eso roza el ridículo plantear el debate con una lógica de urgencia que no tiene ningún sentido. Este es un caso en que el sentido común tendría que acabar imponiéndose. Desgraciadamente, tenemos muchas experiencias recientes, en la planificación de infraestructuras aeroportuarias, en las cuales intereses poco claros, mirada a corto plazo y una lógica electoralista mal entendida han llevado a construir terminales y aeropuertos que no tenían sentido. Por eso es necesario que se activen los contrapesos, tanto desde dentro como desde fuera de las instituciones.
Jordi Muñoz es politólogo.