Cuando Trump puso en marcha la guerra comercial en curso (en lo que él llamó "Liberation Day", y que en The Economist rebautizaron como "Ruination Day"), el Partido Popular español pensó que le había llegado el momento de desempeñar el papel de partido sistémico, estructural, capaz de actuar con sentido de estado cuando la ocasión lo requiere. De modo que Feijóo declaró que, ante una agresión como la de los aranceles, el PP se ponía junto al gobierno español. Es más, acusó de poco patrióticos (alerta) a aquellos que hicieran otra cosa, en referencia a Vox.
Esto fue el pasado jueves. Este miércoles el patriotismo unificado ya se había desvanecido. Pasan dos cosas: la relación con Vox no puede ser demasiado mala, porque el PP necesita pactar de nuevo la continuidad de los gobiernos de varias comunidades autónomas (ya lo ha hecho en la Comunidad Valenciana, y lo está haciendo también en Baleares y Aragón), y, por otra parte, el PP no puede dar ni un aliento de aire a Pedro Sánchez y su gobierno. También, o especialmente, en situaciones críticas. En realidad, el primer partido de España (como le gusta decir al propio Feijóo, y tiene razón, porque lo es) vive pendiente de ello: ver cómo puede aprovechar la coyuntura de cada momento para darle la vuelta contra el PSOE, propiciar o forzar unas elecciones y sustituirlo en el gobierno. Es el anhelo legítimo de todo partido en la oposición, por supuesto. A condición, eso sí, de que ese anhelo de alcanzar el poder no pase por encima del interés general. Ya lo vimos con la pandemia y en el inicio de la guerra de Ucrania y lo vemos en la crisis de los aranceles. La idea es combinar la corrosión de estos momentos de incertidumbre con la guerra sucia judicial y mediática, dejando que el desgaste haga su trabajo.
Incluso esta forma de proceder no dejaría de tener cabida dentro de la cuota de cinismo que es casi connatural a la política, a condición de que la estrategia no pasara por vulnerar la convivencia y la cohesión. Pero ocurre: concretamente pasa por la catalanofobia, que es el instrumento que siempre tiene a mano el nacionalismo español de todos los colores cuando quiere excitar fácilmente los ánimos. Así, tenemos que el cambio de parecer del PP, de apoyar al gobierno de España en los aranceles a dejar de apoyarlo en menos de una semana, se justifica porque Sánchez, el fellón, ha vuelto a "venderse" a los catalanes: en Junts, en este caso, con los que se ha acordado las cuantías de las ayudas por los aranceles. Por tanto, se trata de demonizar unos acuerdos que el propio PP suscribiría en caso de que estuviera en el poder y necesitara el apoyo "de los catalanes", este grupo de población presentado como el problema de España. Lo que nos lleva a una reflexión: cuando Pujol –y, después, Maragall y, a su manera, también Montilla y Mas– hacía pedagogía de la pluralidad y diversidad, faltó que se hiciera también de pedagogía, desde los gobiernos españoles. Pero prefirieron conservar el comodín fácil de la catalanofobia, y ahora se va con cuarenta años de retraso también –especialmente– en esto.