1. Tres voces. De un tiempo a esta parte, en medio del aturdimiento general por la pandemia, se están produciendo mutaciones interesantes en la lucha ideológica que configuran un escenario a tres voces: el ecologismo, los fieles tecnócratas defensores del mejor de los mundos posibles y la nostalgia patriótica.
La revolución digital, el capitalismo nihilista del crecimiento ilimitado y la globalización hacen que estén en marcha procesos de cambio complejos que ponen en cuestión los sistemas institucionales establecidos (empezando por las democracias liberales) y modifican sustancialmente las relaciones de fuerzas en el mundo: entre los poderes económicos y los poderes políticos, entre los diferentes países y entre los poderes globales y locales constructores de verdades y de control social. Es la dificultad para romper tabúes y para decir las cosas por su nombre, que evidenciaría que son muchos los reyes que están desnudos, la que alimenta un escenario considerablemente retorcido, en el cual cambian las jerarquías y no siempre la imagen visible se corresponde con el poder real de cada cual.
En Después del apocalipsis, Srecko Horvat explica muy bien cómo la pandemia ha sido llover sobre mojado. “La actual devastación del planeta deja cicatrices profundas no tan solo a la superficie de la tierra, sino también en la subjetividad humana”. De hecho, la crisis sanitaria ha dado pie a una estrategia ideológica (la añoranza del pasado es eficaz en tiempo de mudanza) basada en el discurso del regreso a la normalidad, es decir, la nostalgia de todo aquello que nos ha llevado hasta aquí. Dice Horvat que ya estamos en el día siguiente al apocalipsis, que “nuestra única opción es una reinvención radical del mundo o la extinción masiva”. Seguro que es importante advertir sobre el peligro que ya se palpa de una involución autoritaria y suicida de la sociedad. Pero cuidado porque el discurso apocalíptico dando la catástrofe como inevitable puede favorecer los poderes autoritarios en alza.
Ante esto toma significación ideológica la apelación a los datos –el nuevo mito de nuestro tiempo– en el afán de demostrar con cifras que vamos mejor que nunca y que, a pesar de todo, estamos en el mejor de los mundos posibles. Ciertamente, es un discurso ideológico que busca en la reputación de la ciencia –y los datos como presunta expresión objetiva de las cosas– su legitimación. Pero quizás habría que recordar que la ciencia genera conocimiento (que no necesariamente quiere decir verdad) y que el científico sabe mejor que nadie que lo que hoy es válido mañana quizás ya no lo sea. Es indudable que en un siglo se ha doblado la esperanza de vida, aunque distribuida de manera muy irregular, o que se dispone de una potencialidad tecnológica sin precedentes, pero esto no es ninguna garantía de que se viva mejor, es decir, con respecto a las personas (cada vez más cerca de la simple condición de datos), y que progresemos en términos de libertad y bienestar, en el sentido pleno de la palabra: ciudadanos libres capaces de pensar y decidir por sí mismos, respetando y siendo respetados.
2. Reacción. Resulta inquietante que, en las democracias avanzadas, ahora mismo la respuesta a los cambios en curso esté girando de manera alarmante hacia la vía más reaccionaria, indicio de impotencia. Joseph Stiglitz constataba en un artículo reciente “que el Partido Republicano ha vendido su alma a Donald Trump abandonando todos sus compromisos en favor de la democracia” y “que hay pocos límites a lo que están dispuestos a hacer para poder ganar”. Las derechas buscan en el discurso patriótico el encuadre de los ciudadanos, como si la melancolía tuviera que excusar la incapacidad de respuestas. Y las izquierdas están habitadas por un patente desconcierto ideológico que hace que fluctúen sobre espacios inestables sin argumentos para apuntar hacia el futuro.
Para celebrar la presidencia europea, Macron hizo poner la bandera de la Unión en el Arco de Triunfo de París. Ha durado un día. “Después del saqueo y el empaquetado, el ultraje”, dijo un indignado Zemmour, y Valèrie Pécresse proclamó: “Presidir Europa, sí; borrar la identidad francesa, no”. Encerrarse en casa es una forma de claudicación.