El ascensor social y el ascensor personal

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Dos estudiantes comparten una vivienda.

Cuando dos generaciones comparten sobremesa, a menudo terminan discutiendo sobre cuál lo ha tenido mejor. Los mayores nos defendemos recordando que, además de la dictadura, nos tocó vivir crisis, inflaciones, el abandono del mundo campesino, el hundimiento del textil y unos tipos de interés altísimos, sin becas Erasmus, ni vuelos baratos , ni ayudas sociales de ningún tipo. Eso sí, el mercado inmobiliario, sobre todo de alquiler, tenía mucha oferta a precios asequibles.

Es un hecho que los precios de los pisos son inalcanzables, cuando no son directamente indecentes, en comparación con los sueldos que se pagan aquí. De esta cruda realidad cuelgan la edad de emancipación y la tasa de natalidad. Si alguna vez pasean por Copenhague se cruzarán con parejas de veintitantos que llevan un cochecito de criatura. Parte de la razón es la facilidad que allí encuentran para conciliar, la enseñanza a cargo de los presupuestos públicos en todas las etapas, universidad incluida, y una política de vivienda planificada que no es muy difícil de capir: todo el mundo sabe que los niños nace hoy necesitará un piso en veinte años.

Aquí, en cambio, todo va diez años más tarde, en parte porque vivimos más años y porque la generación que ahora estamos acabando de pagar la hipoteca nos beneficiamos del empuje del ascensor social de un país en el que todavía había muchas cosas por hacer. Pero también porque entonces teníamos un ascensor personal con muchas ganas de subir arriba, con muchos estímulos para irse de casa a los padres, tanto si era para ganar más libertad como si era para vivir con mayor comodidad. Este ascensor, hoy, también ha quedado frenado.

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