Esta semana he cerrado mi cuenta de Instagram, la única red social en la que tenía un perfil. Me ha sabido mal porque durante mucho tiempo este canal me ha servido para estar en contacto con personas que me han aportado puntos de vista interesantes sobre temas muy diversos y ha sido un punto de encuentro importante del activismo feminista. Con el acceso a los perfiles de otras compañeras he aprendido mucho y he tenido la sensación de formar parte de algo, se me han hecho visibles muchas mujeres con las que comparto los mismos valores. También como escritora he podido tener un retorno enriquecedor e interesante, conocer de forma directa al otro lado de este puente que es la creación literaria. Pero hacía tiempo que el trabajo de separar los mensajes respetuosos y los de los acosadores me resultaba pesado, me sacaba tiempo y me ponía de mal humor. Aunque denunciara los insultos y las amenazas, aunque tuviera restringidos los comentarios y bloqueara a la mínima, el hecho de tener que ver toda esta basura hace que la experiencia de estar en la red se vuelva desagradable. No veo por qué tengo que escuchar audios de adolescentes islamistas llenos de insultos o amenazas de personas que me dicen que me vendrán a enseñar su "furia trans". Tampoco tengo por qué aguantar racistas que me envían cada día a mi país, que me dicen que Heribert Barrera tenía razón o machistas que encuentran que todas las feministas exageramos o mentimos o criminalizamos a todos los hombres para decir que hay hombres que matan, violan y asedian. Y eso, al parecer, no es más que la punta del iceberg de lo que circula por estas poderosas plataformas. El programa Salvados de esta semana explicaba lo que ya hace tiempo que sabemos: que META perjudica en serio la salud de sus usuarios fomentando enfermedades mentales como los trastornos alimentarios, la depresión y la angustia o el suicidio y que sus principales víctimas han sido menores. Arturo Béjar, que trabajó en la compañía, explicaba en el programa de la Sexta que el botón de denunciar no sirve de nada. Por eso Instagram es un paraíso para pedófilos y pederastas que pueden circular sin restricciones mientras Mark Zuckerberg sube fotos de felicidad familiar con su bebé de pocos meses.
Hemos estado ingenuos con las redes sociales. Tragamos el anzuelo de manera acrítica y nos volcamos todos sin pensárnoslo ni un segundo: una vía de comunicación global e instantánea, libre de las restricciones de los medios tradicionales, un lugar donde todos debíamos ser iguales independientemente del lugar donde viviéramos o de nuestro estrato social. Casi todas las innovaciones tecnológicas de la era de internet nos han venido con campañas de seducción masivas que nos las presentaban como revoluciones que cambiarían la vida para siempre. Como si detrás no hubiera empresas poderosas cuyo principal objetivo no era ofrecernos más libertad de expresión y más democracia, sino ganar dinero captando y explotando nuestra atención. Que hayamos caído en su trampa en masa ya ojos cerrados nos deja en una situación de dependencia e indefensión. Aunque tengamos con las extensas plataformas contratos donde se especifican las condiciones de uso, no podemos negociar nada, no tenemos ningún derecho ante la corporación porque la corporación tiene un poder absoluto. Por eso resulta ilusorio creer que desde dentro se pueden cambiar las cosas o que no podemos dejar de tener presencia en las redes porque los perfiles críticos son necesarios. Si no tenemos capacidad para cambiar el espacio, nuestra presencia no hace más que validar el poder de unas entidades privadas que lo que han hecho es expropiarnos la intimidad, las relaciones sociales y los espacios de debate públicos. Ahora a ver cómo los recuperamos.