La Barcelona roja

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Tráfico denso en la entrada a Barcelona por la avenida Meridiana, en una imagen de archivo.

En Barcelona hay puertas que no se abren. Ya puedes picar, ya. Están sordos, pero sobre todo están solos. Son los habitantes de la Barcelona roja. Hay un momento, ellos no quieren, pero deben pulsar aquello: el botón rojo de la pulsera de teleasistencia. Ayuda. SOS. Venid. Pero la puerta de su casa no se abre.

Cuando llegan los bomberos al domicilio tampoco pueden traspasar la puerta. Pican, pican, pican... Nada. Pero en la vida siempre hay una ventana. La encuentran. Por allí se descuelgan con cuerdas (o ensartan escaleras de mil formas). Buscando la otra ventana. Aquella por entrar dentro. Lo hacen. Y cuando zigzaguean por las puertas de los pasillos, al final de todo, donde menos te esperarías, siempre se las encuentran: mujeres. Solas. Muy solas. El hombre murió. Los hijos no viven en Barcelona. Perdieron al marido, perdieron los niños, y ahora ven cómo pierden la ciudad. Cómo lo pierden todo. Su vida ya es sólo un pequeño botón rojo.

En Barcelona hay puertas que no se abren. Pican, pican, pican. Auxilio. Socorro. Correo. Es otro botón rojo... de llama que no pregunta y responde: Fuego, fuego, fuego... Llegan los bomberos y abren puertas, ventanas y esperanzas. Corren afuados por esos pasillos y empiezan también a abrirse puertas de pataco. Un laberinto, un infinito que lleva a habitaciones troceadas: microparaísos de vacaciones alocadas. Y entonces, escarabajos humanos, salen asombrosos, con el disparo de la escopeta soplando las orejas. Son criaturas rubias, blanquecinas en la parrilla del Sol langostino mediterráneo, jóvenes, perdidos, solos momentáneos, instantes cadavéricos en los dientes blancos. La temperatura ya sube por todo el Eixample: un gran scape room de pisos turísticos. Siempre un cigarrillo solivo, una sartén hambrienta, un extractor enchufado... Todos salvados por el color rojo de vida.

Barcelona es esta ciudad cromática: de botón rojo. De vejez y de juventud. De autóctonos y extranjeros. Extremos que no se tocan, que no se conocen. Todos a un clic de la muerte. Seres encerrados. Porque ya no hay vida, porque hay demasiado. Personas acojonadas porque se derrumba todo. Para unos es el pasado el que llama a la puerta; por otros el futuro. El presente es una barbacoa, un horno crematorio.

Ninguna ciudad, ningún país, ninguna galaxia se puede sentir orgullosa de lo que está pasando, de lo que va a pasar. De lo que estamos cocinando, de lo que estamos ardiendo. Ninguna. Tenemos cenizas antes del fuego. Tenemos ataúdes antes del fallecido. ¿A quién salvaremos? ¿A quién se podrá salvar? Un bombero me contaba que un día volviendo de uno de esos servicios rojos, descendiendo por Via Laietana, se fijó en una pareja que caminaban. Sobresalían de los demás. De la muchedumbre abigarrada. Iban vestidos como antiguos. Como antes. Con esa ropa de los años noventa. Por todo, por aquel andar, esa forma de ser, ese chan, ese recuerdo... “¡Hosti, hosti, mirad, estos son de aquí!”, gritó un bombero desde el camión. Y asomados a la ventana para observar imantados a aquella pareja exótica, estrambótica, alienígena... Otro dijo: “¡Habrá que rescatarlos!” ¿Del pasado? ¿Del futuro? Del presente. Todos son carne, clientes del botón rojo nuclear que es Barcelona.

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