Biden y la perversión del carisma

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El presidente Biden dirigiéndose a la nación.

En las últimas semanas se han extendido a gran velocidad los comentarios críticos –en algunos casos, sádicos– como reacción a las patéticas imágenes de Joe Biden, actual presidente de Estados Unidos, a partir del primer debate de candidatos con Donald Trump: lapsus, escenas incómodas, pérdidas de memoria o, incluso, pérdidas de papeles. Menos broma provocaron los ataques de autoritarismo institucional del recientemente derrotado Emmanuel Macron. Por último, ante las pésimas expectativas electorales contra un Trump fortalecido tras el atentado, Biden ha renunciado a mantener la batalla, mientras que Macron sigue haciendo todos los esfuerzos por seguir jugando la partida de la política francesa.

Ambos, con diferentes particularidades –uno tiene 81 años, y el otro, 46–, representan el ocaso de un cierto hombre burócrata, esa figura central en la política que en las democracias liberales de Occidente había encarnado lo que el sociólogo Max Weber definió a los pasos del siglo XX como “la superioridad de la burocracia”. Hombres –sí, hombres, con excepcionales casos como Angela Merkel– ejecutores de una gestión hiperracionalista de las sociedades, basadas en la jerarquía, el método y el orden. Un tipo de poder realizado desde la gran maquinaria del estado, capaz de aplicar la autoridad como forma indiscutible de consenso.

Hoy en día, en plena crisis del estado como organizador indiscutible de las sociedades, el hombre burócrata que gobernaba los pueblos con la legitimidad del prestigio se enfrenta a nuevos rivales que Weber ni siquiera imaginó y con quien nosotros hemos hecho la vista gorda. El célebre sociólogo pensaba que la clave del éxito político recaía en quien disponía de las tres patas de la autoridad: la legal, la tradicional y la carismática. Es evidente, si miramos escenarios políticos como el estadounidense –con la fuerza con la que Trump afronta la carrera electoral– o el francés –con el bajón a tercera y cuarta fuerza de Macron y de los Republicanos–, que la primera y la segunda pata ya no cotizan al alza. Y, por otra parte, todo recae en la perversa mutación del concepto de carisma contemporáneo.

Se puede simplificar diciendo que, en los tiempos del algoritmo, el carisma sobrevuela por nuestras sociedades vía clics, tags y la simplificación de los discursos, insertándose en los hogares a través de móviles, apps y mensajes en cadena. La denigración, la difamación y la deshonra son técnicas evidentes, como ya han demostrado Trump y Meloni. No hablamos de cualquier red social como herramienta de éxito, sino del momento TikTok, la herramienta de la temporalidad efímera que todo lo olvida, más que de laera Twitter –la cosificación del enemigo y la banalización del argumento.

De hecho, debemos remontarnos al año 2015 para recordar los inicios de una tendencia. Cuando Trump ridiculizaba a los demás candidatos republicanos en los debates de las primarias, se estaba articulando una figura antiburocrática que, a partes iguales, ponía contra las cuerdas tanto al estado como a los burócratas del sistema de toda la vida. Primero, haciendo mofa de esos hombres del pasado del Partido Republicano; después, denigrando a Hillary Clinton por cuestiones de género y condición; en los últimos tiempos, ridiculizando a Biden en un tercer ciclo electoral; previsiblemente en las próximas semanas, en Kamala Harris, por ser la actual vicepresidenta y por otros motivos.

Han sido las mismas las actitudes recientes de figuras como Jordan Bardella en Francia o Alvise Pérez en España, que les han llevado a éxitos anunciados, pero inéditos, sin embargo. No es casual, de hecho, que muchos de estos fenómenos frikis vengan de Europa, una nebulosa política vista como el gran monstruo burocrático que agoniza. La imagen de Biden llegada del gran imperio del vigor político y económico, Estados Unidos, no ayuda a transmitir optimismo a la esfera pública.

Pero existen nuevas coordenadas a tener en cuenta, gracias a las noticias que han llegado desde Francia después de las elecciones legislativas. Es cierto que la derecha más extrema ganó la primera vuelta, pero la política de alianzas que unió a la izquierda radical de Mélenchon con la socialdemócrata de Glucksmann bajo el paraguas del Nuevo Frente Popular dio la vuelta a la situación y logró doblegar a los viejos republicanos: el nuevo carisma no solo tiene el color del racismo y del reaccionarismo, pero sí huye por los dos extremos del conservadurismo elitista que representa como nadie a un joven viejo político como Macron.

La autoridad carismática del gran líder que Weber veía como factor político invencible ya no recae en el burócrata formal sino en eloutsider. Ahora bien, no hay que confundir eloutsider con el bandarra, egocéntrico y sin escrúpulos que son algunos de esos personajes. También desde fuera del sistema de poderes clásicos se han erigido caminos posibles. Lo hemos visto en Barcelona, ​​en Cataluña y en España, y es probable que podamos verlo en Francia en la formación del nuevo gobierno, si finalmente aglutina el gran bloque democrático que ha vencido en las elecciones y que va desde la izquierda comunista al republicanismo conservador de personajes como Édouard Philippe.

Y si ese casi milagro es posible en Francia, ¿por qué no podemos imaginar en Estados Unidos una renovación carismática de la mano de figuras como la gobernadora Gretchen Whitmer o la parlamentaria Alejandría Ocasio-Cortez? Políticas de indiscutible valor y capacidad, no han renunciado a la radicalidad de la justicia social y fundamentan su autoridad en el compromiso con los desvalidos. A los defensores del progreso, la igualdad y la fraternidad les conviene no seguir regalando el valor del carisma y del liderazgo al reaccionarismo, al racismo, ni al privilegiismo de unos pocos.

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