Bipartidismo sin alternancia

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El candidato del PNV, Imanol Pradales, ayer en un acto en Vitoria.

1. Nueva etapa. Bipartidismo imperfecto nacionalista, con el PSOE como factor de corrección que decanta la balanza hacia un marco institucional que ahora mismo nadie cuestiona. Así arranca la nueva etapa vasca, con una reducción significativa del número de actores relevantes. El bienestar prima sobre los derechos nacionales, en un momento en el que el soberanismo suma el 67,7% de los votos, una cifra sin precedentes. El resultado es que se ha instalado un bipartidismo con dos partidos equivalentes de dimensiones. A la derecha, PNV, y a la izquierda, Bildu, por lo que los partidos de obediencia española, salvo el PSOE, desempeñan un papel marginal, con el PP fuera de juego y con Sumar al límite, con un solo escaño. Los socialistas son determinantes para decidir si gobierna el PNV o Bildu. Y no hay misterio: la decisión estaba escrita antes de ir a votar. De modo que podríamos hablar de un bipartidismo sin alternancia. Mientras la fórmula sume, el PNV seguirá gobernando. Los socialistas se garantizan así una cuota de poder en Euskadi y un socio para contribuir a su mayoría en el Parlamento español. Este es el balance de una campaña sin salidas de tono. Que apunta a una fase de estabilidad sobre la base del equilibrio de fuerzas nacionalista.

Sin embargo, podría sorprender que con una mayoría soberanista tan abrumadora en ningún momento, ni en la campaña ni ahora, haya estado sobre la mesa la cuestión de la independencia, fundamento ideológico de los dos partidos ganadores. Como si Euskadi se sintiera cómodo en ese peculiar equilibrio entre nacionalistas con el PSOE como acompañante. En Catalunya, con mucho menos capital político, el independentismo no deja de levantar la bandera. ¿Dónde está la diferencia? Mientras que Junts y Esquerra pugnan por espacios electorales fronterizos –por lo tanto, son rivales directos–, PNV y Bildu se reparten el voto independentista con hegemonías territoriales bastante definidas y concepciones muy distintas en materia económica y social que hacen difícil un proyecto de gobierno compartido. El resultado es un equilibrio en la diferencia que se explica, en parte también, por la traumática experiencia vivida, por el bienestar de un país rico y por haber alcanzado, después de años muy convulsos, cierta estabilidad y anclaje. Parece como si los aberzales hubieran aprendido lo que el PNV nunca ha dudado: saber dónde se puede llegar y hasta qué punto hay que arriesgar. Lástima que para entender esto tan elemental se haya pasado un largo período trágico, que ingenuamente creímos que se acabaría al final de la dictadura y que se prolongó criminalmente, confirmando que la dinámica del terror se sabe cuándo empieza pero no cuándo se termina.

¿Podemos creer realmente que comienza una nueva etapa de estabilidad y colaboración a distancia? Sería lógico que tarde o temprano se pasara del bipartidismo sin alternancia a la normal alternancia. Y entonces la imagen pacificadora que dan estas elecciones no habrá sido un espejismo. Sin embargo, aunque el olvido es a menudo un autoengaño que los pueblos practican cuando pesa la sombra de un pasado incómodo, la única forma de proteger el futuro es no negar la memoria. Asumir el pasado, por incómodo que sea. Y quién sabe si la fortaleza del nacionalismo vasco es precisamente lo que permite afrontar el momento actual con realismo. Ciertamente, ahora mismo existe una circunstancia que favorece la prudencia. El poder no está en juego, simplemente se evalúan las fuerzas. Y el papel de complemento del PSOE facilita tener puertas abiertas en Madrid para seguir creciendo, en un momento en el que nadie cuestiona el marco jurídico.

2. Derrumbe. La otra noticia vasca es la confirmación del derrumbe de lo que debía ser la nueva izquierda española. Una vez más se repite la historia. En una coyuntura de malestar, desconcierto y desgaste de los partidos tradicionales, a menudo la llamada extrema izquierda (un eufemismo de contenido volátil) protagoniza inesperadas irrupciones con fuerte empuje. Así fue en toda España en las elecciones del 2016, con los 5 millones de votos y 71 escaños que obtuvo Podemos. La inexperiencia, la dificultad de defender en la práctica las propuestas de cambio más o menos atrevidas que despertaban ilusiones, el ideologismo y la psicopatología de las pequeñas diferencias entre egos inflados, que genera destructivas rivalidades en los liderazgos, hacen que en pocos años se pase del impacto de la irrupción a una dinámica autodestructiva difícil de detener. En Euskadi ya han tocado fondo: un solo escaño para Sumar, mientras que Podemos desaparece de escena. El País Vasco se ordena y se anticipa.

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