Bosques, chalés y fuegos: ¿qué hacemos?

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Vista aeria de la zona quemada cerca de las casas de Puente de Vilomara, el 18 de julio del 2022.

El problema de los grandes incendios forestales es preocupante. Los episodios recurrentes de periodos largos de altas temperaturas, que cada vez está más claro que están asociados al cambio climático, están poniendo a prueba la creciente realidad boscosa de Catalunya, mucho más abundante hoy que hace medio siglo. De hecho, la superficie forestal ha ido aumentando progresivamente hasta situarse hoy en más del 60% del territorio. A medida que el país se ha hecho más urbano y más terciario, la payesía ha ido reculando. Cada explotación agrícola y ganadera que se pierde supone un adelanto del monte; cada pueblo rural que se vacía comlleva más zona silvestre. Del 60% de superficie forestal, un 35% es propiamente bosque y el resto maleza u otra vegetación. El terreno cultivado supone un 25% (17% de regadío), y va claramente a la baja.

La concentración de la población en la zona litoral o prelitoral, en grandes continuos urbanos, ha ido en paralelo al fenómeno de las segundas residencias como válvula de escape. Muchas se han hecho en urbanizaciones surgidas como setas, legalizadas lentamente y en muchos casos de difícil gestión, tanto por los servicios de agua y electricidad como, en especial, por la seguridad contra los incendios. Hoy, con la tendencia a los fenómenos meteorológicos extremos, se hace más evidente que nunca la vulnerabilidad de estas viviendas en medio del bosque, en zonas a menudo en pendiente (para tener vistas) y, por lo tanto, de difícil acceso. Esto es lo que hemos visto en el incendio del Bages, donde los bomberos han tenido que priorizar el salvamento de vidas por encima del control inicial del fuego.

Los bomberos hace años que están demostrando su destreza. Su profesionalidad no está en entredicho. Ellos paran el golpe cada verano. El problema de fondo, sin embargo, no se puede resolver solo por esta vía, que siempre pedirá más medios. El modelo de ocupación del territorio y, en concreto, de gestión de los bosques es el que hay que abordar seriamente. Es un tópico perfectamente factual la afirmación que los bosques del verano se apagan en invierno. Pero no está nada claro que estemos actuando para hacerlo realidad. La inmensa mayoría de bosques del país están dejados: su explotación no es rentable, los propietarios no se pueden hacer cargo y las políticas públicas no llegan. Los parques naturales no están presupuestariamente bastante dotados. Y las actuaciones preventivas en las urbanizaciones en muchos casos apenas cumplen los mínimos que exige la ley. Todo el mundo piensa que a él no le tocará. Pero bien es verdad que acaba tocando a todo el mundo, y cada vez más.

Más allá de quien sea el propietario, de si está protegido como zona natural o no, de si está habitado o explotado, el paisaje es un bien común. Y su protección no solo tiene que ser vista como una cuestión romántica o sentimental, sino como una exigencia ambiental y como una cuestión de seguridad. Ahora bien, proteger el paisaje no significa tener más verde (más bosque, más árboles), sino seguramente tener menos pero más cuidado. En realidad, tendríamos que volver a ganar terreno agrícola y tendríamos que limitar el urbanismo disperso de chalés desprotegidos, un modelo de segunda residencia insostenible.

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