El teléfono ya me avisa: “Presunta llamada basura”. “Hola, pregunto por Susana”, me dice la voz femenina. Pues no es presunta. Es basura. El tono de voz y el ruido de fondo ya lo indican. "No, no, te equivocas", le digo yo, "aquí no vive ninguna Susana". Pero la voz femenina, rápidamente, después de mi “te equivocas”, me pregunta si está llamando al número tal, el mío. “Sí, estás llamando a ese número que dices. Pero no me llamo Susanna ni hay ninguna Susanna a mi alrededor”. No me ha entendido, ni siquiera me ha escuchado. Estaba preparada para un “no”, y rápidamente dice: “Ah, de acuerdo, pero yo llamaba a ese número. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?”. Entiendo que es un truco. Dicen un nombre cualquiera. El de marketing se lo habrá aconsejado. “Pero no quiero hablar con alguien que pensaba que llamaba a Susana. No pienso ser su repuesto”, le digo. Pero no, no me escucha, porque el de marketing también le habrá dicho que no pare de hablar aunque la no-Susanna vaya diciendo que no, que no, que no quiere nada. Ambos monólogos se solapan. Me cuesta colgar. Hay una parte de mí que me impide dejar a alguien con la palabra en la boca, pero al mismo tiempo, hay una parte de mí que no soporta la mala educación ajena, que alguien hable y no escuche, que no haga ni una pausa. Por tanto, cuanto más educada sea yo, dejándola hablar, más maleducada será ella, no dejándome hablar a mí. (¿Y ahora, por cierto, me pregunto cómo se haría, en este caso, el pronombre que sustituyera a mí? ¿No dejándome?). Sólo tienen una parte buena estas llamadas. Sabes perfectamente que no son una estafa telefónica. Los estafadores los reconoces al instante porque son muy amables y educados. El “buenos días” de un estafador ya lo querrían muchos.