Calidades y cantidades de votos

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La cantante Rigoberta Bandini actúa en la final del Benidorm Fest, clasificatorio por el certamen de Eurovisión 2022, el pasado sábado.

Desconozco todos y cada uno de los artistas que han sido objeto de polémica por la cuestión del Festival de Benidorm, rebautizado provincianamente con un previsible Fest. Tampoco sé gran cosa del actual Festival de Eurovisión, que tengo asociado al pleistoceno de mi niñez. Puestos a confesar honestamente más capas de ignorancia, no sé muy bien qué cuáles han sido los grados de griterío en las redes sociales sobre este asunto, ni otros detalles por el estilo. Sí que me he enterado, sin embargo, de la curiosa contraposición que se ha acabado haciendo entre un determinado tipo de votos (los "populares") y otros (los de los "profesionales"). Esta contraposición, como veremos después, tiene un significado político mayor del que parece. Ahora puede parecer una simple anécdota, pero en un futuro no muy lejano quizás será la expresión de un gran cambio en las reglas del juego del sistema democrático de representación.

El hecho de que TVE emitiera de manera casi inmediata un comunicado en un improcedente tono de disculpa, y teniendo en cuenta que no vulneraron ni cambiaron ninguna de las normas estipuladas previamente, confirma que aquí pasa algo digno de ser analizado. El origen de las nuevas normas, por cierto, tiene mucho que ver con aquella gran broma que protagonizó en 2008 el artista apócrifo Rodolfo Chikilicuatre, interpretado por el humorista David Fernández. El éxito de aquella candidatura de broma se basó en la campaña iniciada por una productora y secundada posteriormente por varios sectores que, con una motivación u otra, querían reírse de la obsolescencia y de la putrefacción estética del Festival de Eurovisión. Como a algunos todo aquello no les hizo nada de gracia, cambiaron las reglas. Ahora las quieren volver a cambiar...

¿Hechos intrascendentes? Observamos un caso casi idéntico al que comentamos y que no afecta a jóvenes cantantes sino al presidente de Brasil. A finales de 2021, y como es habitual, la revista Time organizó una encuesta digital para elegir a la persona del año. Los partidarios de Jair Bolsonaro, que al parecer son usuarios muy activos de las redes sociales, montaron una verdadera campaña a favor de su ídolo político, que es el que obtuvo más votos, y con mucha diferencia. La prestigiosa revista, sin embargo, decidió finalmente que el personaje más relevante del año 2021 sería el propietario de Tesla, Elon Musk, a pesar de haber obtenido muchísimas menos adhesiones que el político brasileño. Time tampoco contradijo ninguna regla, porque la encuesta era una simple prospección demoscópica informal que no comprometía a nada. Esto no significa, sin embargo, que los millones de partidarios de Bolsonaro no añadieran a su lista de quejas contra el sistema de democracia representativa, con razón o sin ella, un nuevo agravio. Como Trump, Bolsonaro ha mostrado un desprecio absoluto hacia el periodismo profesional y ha basado toda su estrategia comunicativa en las redes sociales. Los dos han constatado la desconcertante facilidad con la que se puede manipular al personal a través de estos canales, que al final, cuando ya era demasiado tarde, reaccionaron bloqueándoles las cuentas. Todo ello ha tenido un importante efecto erosivo. Sea con el tema del Festival de Benidorm o con el de la portada de Time, muchas personas han acabado teniendo la sospecha –en parte cierta– de que sus votos eran evaluados en términos cualitativos, no cuantitativos, al asociarse a su condición de nuevas masas posmodernas. Esto está llevando a un resentimiento cada vez más visible y muy bien recibido por los discursos populistas más desacomplejados. También por los magnates de la llamada "economía de la atención", que gira entorno al uso compulsivo del móvil y otros mecanismos de autoexplotación como las redes sociales, que viven de los contenidos de los mismos usuarios.

El asunto ciertamente trivial sobre qué cantante protagonizará este o aquel festival deja de serlo cuando se proyecta a la esfera política, generando un malestar y unas suspicacias que se van acumulando y acaban adquiriendo formas inquietantes. El problema de fondo radica en haber equiparado la voluntad política que se expresa a través de procesos electorales transparentes y reglados con la errática volubilidad con la que se pone o se deja de poner anónimamente un like. Mientras se juegue institucionalmente a esta yuxtaposición –y esto es lo que ha pasado en los dos casos que hemos comentado– habrá una sensación de agravio colectivo. Neutralizarlo al menos un poco no es del todo imposible. Solo hay que prescindir gradualmente de la economía de la atención que mueve la gigantesca, monstruosa rueda de hámster global en forma de pantalla omnipresente.

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