Catalangate o discreción 3.0

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Un grupo de agentes de la orden escuchan comunicaciones de altri.

“No derrotes por el canuto”, en la jerga compartida entre policías y ladrones, significaba “No digas nada comprometedor por teléfono”. Rescato esta historia de la intromisión ahora que asistimos al vergonzoso espectáculo de lesa democracia del espionaje a más de sesenta políticos catalanes.

La policía del franquismo reciclada a policía de la Transición reciclada a policía constitucional, conjugaba con mucha propiedad derrotar por cantar o hablar por los codos. Cuando, durante el año 1991, estudié los archivos de la Brigada Social, constaté documentalmente lo que los militantes de la clandestinidad antifranquista ya sabíamos: que intervenían teléfonos. Había atestados en los cuales incluso constaban los números, como por ejemplo en los seguimientos que hicieron para sabotear la primera sesión de la Asamblea de Catalunya a Josep Andreu Abelló, Joan Colomines, Antoni Gutiérrez Díaz, Marià Vila-Abadal y Joan Reventós. En las transcripciones de las conversaciones, el primer delito que anotaban si era el caso era que “hablan en catalán”, y naturalmente las traducían, a veces con expresiones que, a pesar de que aquello era para echarse a llorar, hacían llorar de risa: “Pompeyo Fabra”, “Los grises nos zurraron”, “El apeadero de San Cucufate”, “Viva Cataluña libre”...

Multa del año 1937 por hablar catalán por teléfono.

Los militantes de la clandestinidad estaban alertados de que de ninguna forma se tenía que “derrotar por el canuto” y, por lo tanto, se usaban nombres de guerra, los teléfonos se anotaban en clave en las agendas, cambiando los órdenes numéricos o entremetiéndolos en cifras de más dígitos, no se daba nunca una cita sino una contraseña que llevara a un sitio convenido y las frases que hoy en día el cine y las series ya han estandarizado, como por ejemplo “L'olla ja bull”, “Ha arribat el paquet”, “El peix és al cove” o “Quedem a ca la tieta”. El PSUC llegó a editar un manual de comportamiento clandestino, escrito a cuatro manos por dos grandes expertos, Gregorio López Raimundo y Miguel Núñez.

En la Transición, la bofia debía tener cuidado cuando menos para salvar las apariencias en plena fase de cambio de color de uniformes y de siglas: la Brigada de Investigación Social (BIS) pasó a ser la Brigada de Información, pero mantuvieron en nómina a los mismos agentes y los mismos despachos. Entonces, para hacer una escucha telefónica hacía falta una orden judicial y no muchos magistrados estaban dispuestos a ello cuando se estaban haciendo un lífting.

Si aquella policía en tránsito necesitaba pinchar un teléfono pero no tenía orden judicial para hacerlo a través de la Telefónica, activaba un equipo de expertos que intervenía las conexiones en las azoteas o en las líneas de cableado, o incluso se hacían pasar por trabajadores de la compañía, entraban en las casas y pinchaban el auricular o la caja doméstica. Sé el apellido del inspector que les mandaba y, como era pintoresco, los agentes al servicio de este cometido eran conocidos por una derivada sarcástica de aquel apellido semánticamente alto en triglicéridos.

La nueva policía autonómica creó un cuerpo digamos off the record, conocido también por un sobrenombre, los “mortadelos” –en homenaje al cómic de cómics de Francisco Ibáñez–, con funciones de servicio de inteligencia y con aparatos de tecnología israelí, es decir, del Mossad. Sus misiones eran defensivas: protegerse ellos de los controles a los cuales les sometían sus homólogos españoles. Una de las joyas era un sistema de mensajería que evitaba incluso hablar por radio.

La Ertzaintza también estaba preparada para encarar los nuevos retos digitales, igualmente con tecnología israelí. A principios del nuevo siglo XXI, un ertzaina altamente especializado que vivía en una torre de control con mucha antena y pantalla ya me aconsejó dejar el móvil apagado fuera del alcance de cualquier reunión sensible, al aire libre, en otra habitación o envuelto en papel de plata en funciones de Jaula de Faraday. Cuando hice entrevistas al más alto nivel de ETA, me hicieron depositar el móvil en una cajita metálica de las de guardar dinero, en una sala de máquinas custodiada por un militante con metralleta.

También me aconsejaron no tener WhatsApp ni Facebook, muy vulnerables, como vemos día sí día no sin necesidad de subir a los grados más altos del poder, y fui de los primeros en comunicarme por Telegram, tecnología rusa, que era motivo de risa por anticipado de la fácil crítica de la paranoia conspiratoria. Hasta que empezaron a caer los primeros pinchazos del Procés y Telegram se me inundó de antiguos burlones que se incorporaban a la mensajería que mejor protege la confidencialidad.

Sea como fuere, estamos sometidos a la máxima exposición de controles diversos, vamos en pelota picada por la vía pública de las comunicaciones y el consejo “No derrotes por el canuto” sigue vigente a pesar de que la historia aparentemente le haya pasado por encima. La serie Homeland, de origen israelí –todo tiene que pasar por la más preciada universidad del espionaje—, lo explica diría que al detalle, metiéndose en las entrañas de la CIA, y también demuestra que hoy los que ostentan el poder de la información pública y privada son el auténtico deep state. Actúan autónomamente cuando quieren y son capaces de hacer tambalear sistemas democráticos acusando de antidemocráticos a gobiernos a los que han desacatado o han hecho responsables de órdenes que no han dado... Hemos sabido que el presidente del gobierno español y más de un ministro también tenían orejas en las paredes virtuales.

El Catalangate es un gravísimo atentado contra las libertades individuales que exige aclaraciones y responsabilidades. Además, hará falta que las personas adquiramos el hábito de protegernos tanto con tecnología como con una discreción que ha malogrado la estimulación del afán de notoriedad de las redes. Volvemos al “No derrotes por el canuto”, eso sí, discreción 3.0. En su artículo del pasado día 30, Enric Borràs explicaba de pe a pa cómo afrontar los espionajes de última generación.

Antoni Batista es periodista, doctor en ciencias de la comunicación y músico
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