Cataluña y la España diversa

Es plausible afirmar que la única forma efectiva de resolver un conflicto es entenderlo. Por eso cuando empezamos a disfrazarlo ya confundirlo con palabras, la solución se aleja: tenemos un ejemplo reciente en el escrito que el Tribunal Supremo ha elevado al Tribunal Constitucional, y dónde, a fin de negar la constitucionalidad de la ley de amnistía, se introduce un concepto –que en octubre de 2017 fue un golpe de estado– que no aparece en los miles de folios con los que el propio Supremo sentenció la causa del Proceso. Pero también tenemos ejemplos, de este disfraz, entre la intelectualidad española de izquierdas, incluso con la más comprensiva, hacia las demandas que vienen de Cataluña. Hace poco Joan Ridao subrayaba en estas mismas páginas cómo estos intelectuales siguen queriendo explicar el Proceso como una maniobra de distracción de las élites catalanas que fue ciegamente seguida por una masa acrítica.

Es por eso que el libro que acaba de publicar el historiador madrileño Eduardo Manzano Moreno, titulado España diversa. Clavas de una historia plural (Crítica), se convierte, además de una loable excepción en el panorama historiográfico español, una piedra de toque de la capacidad de comprensión, desde el centro, de cómo la realidad catalana encuentra encaje en el marco español. El autor, que es un medievalista, especialista en la historia de al-Andalus, se sitúa en una tradición que arranca de Pablo Iglesias (fundador del PSOE) y pasa por Manuel Azaña, para culminar en el modelo autonómico de la Constitución de 1978. Una tradición que tiene de mal albergar, en su relato –incluso cuando se proclama diverso y plural– los nacionalismos vasco y catalán, vistos (sobre todo en el caso vasco; la mayor complejidad catalana parece escapársele) como una herencia del carlismo más reaccionario. Una visión que no es nueva: en 1986, cuando el gobierno de Felipe González ganó el referéndum de ingreso en la OTAN, a excepción de Cataluña y del País Vasco y Navarra donde (además de Canarias) va triunfar el no, una fuente de la Moncloa proclamó, medio en broma medio en serio: “Hemos ganado en todas partes, excepto en España carlista”.

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El libro lo encabeza, oportunamente, una cita de Baltasar Gracián, de su libro sobre el rey Fernando el Católico (publicado en una fecha tan significativa como en 1640), donde se dice que, “en la monarquía de España, las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas diversas, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados”, por lo que se requiere mucha capacidad para conservar, así como para unir el reino. La cuestión es que, de la propia lectura del libro de Manzano, se desprende que la mayor parte de las energías han sido invertidas, en la historia de España, hacia la unidad y la uniformización, y que la diversidad originaria ha sido vista más como un estorbo que como una riqueza (un concepto que debería cuestionarse, pero que requiere otro espacio). Esto se hace particularmente evidente cuando el libro, en su parte final, llega al siglo XIX: a partir de la Constitución de 1812 se opta decididamente por un modelo unitario, perseguido pero no del todo conseguido por los liberales (que, como dijo un su opositor en las Cortes de Cádiz, estaban todos “vaciados en un molde a la francesa”). Un liberalismo que, se lamenta Manzano, no fue capaz de construir una “memoria nacional”, y que sólo pudo construir, con materiales precarios, un edificio frágil, el Estado liberal, carente de amplia legitimación social.

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Es entonces que los liberales, “empeñados en poner en pie una legislación que fuera la misma para todos los españoles”, toparon, dice Manzano, con las élites vascas, una oligarquía que no hacía más que defender “sus intereses de clase”, y que estallaron las sucesivas guerras carlistas. Curiosamente, en la visión del libro, sólo Cataluña y País Vasco parecen tener élites políticas e intereses “egoístas” a defender. Tampoco se salvan de la descalificación a los historiadores catalanes, ejemplificados en una frase ingenua de Ferran Soldevila sobre la inmigración murciana en Catalunya, pero que queda en nada junto al capcioso paralelismo que el autor establece entre un político integrista navarro de hace un siglo y Arnaldo Otegi. Sin embargo, en un momento del libro que parece particularmente sincero, Manzano afirma que el hecho de que "la violencia carlista" consiguiera un amplio apoyo popular tanto en las "Vascongadas" como en Cataluña "ha desafiado siempre la comprensión de los historiadores”. Esta aseveración podría extenderse al Proceso, insólitamente ausente de un libro que no logra traducir las buenas intenciones en la comprensión de unas realidades, la vasca y la catalana, que no entran en el molde.