Tarde o temprano era de prever que ocurriera: que citar a la Biblia como fuente de autoridad pudiera ser considerado un delito de odio y hasta un crimen contra la humanidad. Es lo que ha ocurrido con Päivi Räsänen, desde 1995 diputada del Partido Democristiano en el Parlamento finlandés y ministra de Interior de 2011 a 2015. El caso baraja la cola desde 2019, y ha sido juzgada dos veces con sentencia absolutoria. Pero todavía el pasado 30 de octubre el asunto llegó a la máxima instancia judicial, la Corte Suprema, de la que ahora se espera la sentencia.
La cosa fue así. Räsänen escribió en Twitter y Facebook lo siguiente: "¿Cómo puede ser compatible el fundamento doctrinal de la Iglesia, la Biblia, con convertir la vergüenza y el pecado con motivo de orgullo?" Y añadió una cita de Romanos 1:27, que dice: "Los hombres [...] se han encendido de pasión unos por otros y han cometido actos infamantes hombres con hombres. Realmente, han recibido la recompensa que merecía su error". La diputada conservadora había reaccionado así a que la Iglesia evangélica luterana a la que pertenece patrocinara oficialmente un evento del Orgullo LGBTI. Entonces, un ciudadano la denunció por discurso de odio, y la policía empezó una investigación y la tuvo detenida 13 horas. Finalmente, en el 2021, el fiscal general presentó cargos en su contra por "instigación contra un grupo minoritario", según la ley de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, con penas de hasta dos años de cárcel.
Obviamente, ahora no se trata de discutir las ideas conservadoras de estas personas, sino de si constituye un delito decir que, según sus creencias religiosas y su interpretación de la Biblia, la homosexualidad es pecado. Al fin y al cabo, que alguien considere que la homosexualidad es pecado o no debería dejar indiferentes a quienes no comparten su fe religiosa. De lo que aquí hablamos es de otra cosa: de la libertad de creencia y de expresión, y en qué circunstancias esta libertad puede ser considerada un delito de odio. Y aún, y en el extremo: de sí por el solo hecho de odiar se comete un delito penal, al margen de consideraciones éticas y morales.
La cuestión no es sencilla. Primero, porque obviar los contextos históricos no sólo de la Biblia sino de las grandes obras de la literatura y la pintura, o de los progresos tecnológicos, o de las estructuras económicas, o de los acontecimientos políticos –incluidas las guerras– ciertamente ofende sensibilidades actuales. Pero esto no les hace perder valor. Cómo no hace perder valor intelectual que grandes ideas hayan sido pensadas por personajes discutibles desde el punto de vista de su moralidad personal, como Rousseau, o Marx mismo. En segundo lugar, parece claro que la libertad de expresión no debería estar limitada por la subjetividad de quien se siente ofendido. Sólo faltaría que no ser ofendido se convirtiera en un derecho, porque entonces, más que una sociedad más justa, la arbitrariedad emocional –fruto de una vivencia subjetiva o de una intención malévola– la convertiría en una insoportable sociedad autoritaria. Autores como Jean Starobinski o Richard Sennett lo han tratado sobradamente.
Que hay pasajes de la Biblia que muestran a un Dios cruel y vengativo, o que muestran unos valores ahora incomprensibles para la mayoría de la sociedad, es una evidencia. Como ocurre con todo tipo de otros textos religiosos y morales, y como también ocurrirá con nuestras maneras de entender la vida cuando se las juzgue en el futuro. Pero mientras las opiniones, las creencias o las opciones éticas no impliquen una acción coercitiva y violenta en contra de quien discrepa, no deberían ser llevadas a juicio penal.
Por el contrario, la tentación coercitiva en contra de la libertad de expresión hace tiempo que ha encontrado un camino fácil en la condena de dichos delitos de odio. Y volvamos a la misma cuestión: ¿por qué debería prohibirse el odio como emoción, si no se traduce en una conducta violenta contra individuos o colectivos? Pongamos el caso concreto de la catalanofobia, muy explícita en el deporte. Sus consecuencias políticas, desde mi punto de vista, son efectivamente condenables y deben combatirse también políticamente. Pero no penalmente. Sería ridículo querer convertir a la catalanofobia –que en España es estructural– en delito y prohibirla por ley. El recurso a un supuesto delito de odio no deja de ser la expresión actual de la noción de pecado y la justificación de la penitencia –¡ahora sin posible perdón!– en contra de lo que no encaja en el orden ideológico oficial o mayoritario.
En cualquier caso, soy del parecer que la libertad de expresión –la de odiar incluida– debe prevalecer ante toda tentación autoritaria de prohibirla, siempre que se respete la libertad de decisión individual y colectiva de quienes discrepan.