ACEPTADOS. Andalucía, Murcia, Madrid, Castilla y León. Poco a poco, Vox se va consolidando en el papel de socio posible en coaliciones de gobierno o en parte imprescindible de algunas geometrías parlamentarias; normaliza discursos y magnifica debates creados artificialmente para después aparecer como los únicos que tienen respuestas contundentes contra consensos que hace tres días no se discutían.
La política española ha entrado de lleno y sin remordimientos en la normalización de la extrema derecha; un paso más en la erosión de un juego democrático en crisis. Solo había que mirar hacia el resto de la Unión Europea para ver el alcance de la transformación política que ha supuesto la última década de populismo radical: en Francia, Alemania, Escandinavia, los Países Bajos, Polonia, Hungría, Eslovaquia o Italia. Pero las miras cortas y las ganancias inmediatas se acaban imponiendo.
COORDINADOS. Ya no hay países inmunes a la nueva realidad. La derecha cae en el círculo vicioso que ya ha ido transformando a una parte de la democracia cristiana europea; la izquierda se chupa los dedos con los cálculos electorales de la división del voto conservador. La angustia económica, la discusión de valores culturales, el desafío a consensos como la necesidad de luchar contra el cambio climático o la violencia de género, la explotación del miedo a la inmigración, el nacionalismo o la nostalgia de regímenes pasados se combinan en cada país según convenga.
Un informe de la Comisión Europea asegura que ha detectado “más de 600 grupos y páginas de Facebook que operan en Francia, Alemania, Italia, el Reino Unido, Polonia y España para difundir desinformación y discursos de odio, o que han utilizado perfiles falsos para aumentar artificialmente” la difusión de los contenidos o de las webs que les son afines ideológicamente.
CONSOLIDADOS. El politólogo Cas Mudde, experto en populismos, explica cómo en las dos últimas décadas del siglo XX Europa experimentó una “tercera oleada” de partidos de extrema derecha de posguerra que han conseguido convertirse en un desafío real a las fuerzas tradicionales, gracias a la fragmentación cada vez más profunda del sistema político. Cada vez son más, pero más heterogéneos. Responden a impulsos comunes, como la agresividad contra la inmigración o la crítica a la doctrina del “políticamente correcto” pero también cargan contra los diferentes “enemigos locales”.
Hay un populismo ultra que ha nacido de la radicalización del conservadurismo clásico, que, a su vez, se radicaliza también para intentar pescar votantes a base de copiar agendas y discursos. Y es en este contexto que la política del conflicto permanente va arraigando, con su idea binaria del mundo, con el desgaste del adversario como única estrategia y con el discurso del odio como motor político.
El propio Cas Mudde reconocía después de las últimas elecciones generales españolas que el éxito de Vox se debía, en gran parte, a “la desproporcionada atención mediática que se dedicó a Santiago Abascal” y a “la ayuda” inestimable del PP y Ciudadanos, que en un cortejo permanente han acelerado el proceso de normalización de la extrema derecha.
Desde las fuerzas marginales que hace dos décadas arrastraban el voto de protesta en la Vieja Europa hasta las coaliciones aceptables de hoy en día, la extrema derecha ha hecho un largo recorrido en toda la Unión Europea, que no habría sido posible sin la contribución de los partidos tradicionales.