El pasado miércoles publiqué en esta misma página del ARA un artículo que contenía la expresión "comarcalizar el conflicto" (entre Cataluña y España). Aunque dicho papel sólo tocaba esta cuestión de forma muy tangencial, varias personas se interesaron por su sentido y me lo hicieron saber. ¿Era sólo una contraposición irónica en relación a la conocida fórmula "internacionalizar el conflicto"? Lo cierto es que no, aunque por el contexto podía parecerlo. "Comarcalizar el conflicto" significa tratar de encuadrarlo y definirlo primero aquí, en Catalunya, en forma de debate público y en todos los niveles, no sólo el parlamentario. Esto ya se ha hecho, en parte, a lo largo de una década, pero con un resultado manifiestamente insatisfactorio. Una vez que las cosas hayan quedado medianamente claras –que no quiere decir resueltas– se pueden internacionalizar, o no. Lo que no tiene mucho sentido es rodar y rodar en la noria de los discursos autorreferenciales mirando de vez en cuando de reojo a la noria del borde, sin intención alguna de comprender sus ideas igualmente autorreferenciales. Esto no significa "resolver" nada, sino simplemente establecer un marco compartido de discrepancia (no es ningún contrasentido). "Comarcalizar el conflicto" hace referencia igualmente a la dimensión territorial del tema, que es cualquier cosa menos homogénea: el Proceso no se vivió igual en el Berguedà que en el Baix Llobregat, por ejemplo. Y eso que digo, ¿cómo se puede hacer? Con un mínimo de serenidad y flema, aunque sea difícil aquí y en todas partes. Se trata simplemente de no querer pasar a la histeria (no es una errata). La indicación es muy vaga, ciertamente, pero no tengo ninguna otra. Hablamos, pues, de una actitud más que de una estrategia programática cándidamente detallada, esa famosa hoja de ruta. Creo que al menos se pueden identificar tres errores que después se han pagado caras.
La primera y más importante tiene que ver con la necesidad de borrar la tentadora, irresistible línea divisoria entre buenos y malos, entre héroes y traidores, entre conformistas e inconformistas, entre puros e impuros. Mientras esa raya roja de naturaleza digamos "comarcal" –es decir, interna– exista, los discursos contrapuestos continuarán rodando inútilmente en sus respectivas norias. Las personas que demonizaron, e incluso nazificar, tanto el independentismo como el unionismo no tienen, por supuesto, ninguna obligación de hacerse partidarios de alguna de estas dos opciones políticas, pero sí el deber democrático de cambiar de lenguaje. Por mucho que se internacionalice el conflicto, estas actitudes seguirán obstinadamente donde estaban porque no tienen nada que ver con los demás, sino con nosotros mismos.
En segundo lugar, no es posible estipular un marco compartido de discrepancia (insisto: la expresión no es ningún sarcasmo) sin un mínimo intento de ponerse en la piel del otro, de asumir honestamente sus circunstancias, sus temores o sus esperanzas. Una vez ubicados en las respectivas ruedas autorreferenciales, esto cuesta mucho, evidentemente. No ayuda demasiado, o nada, el formato mediático de lucha libre de los debates políticos, que hoy básicamente busca una respuesta a la claca de las redes, y cuanto más viral mejor. Es un espectáculo como otro y, en consecuencia, lo que se dice y, sobre todo, lo que deja de decir, está totalmente marcado por esta condición de show. Esto ya ocurre en todos los comicios, evidentemente, pero aquí no estamos hablando de unas elecciones sino de un posible cambio de estatus territorial de largo recorrido.
Finalmente, entre ese ya lejano julio del 2010 y hoy han pasado algunas cosas que invitan a recapitular. El independentismo no tiene quizás la fuerza que llegó a tener, pero sigue bien vivo. Al unionismo se puede llamar algo parecido. No se trata de un empate, en todo caso, porque no es en modo alguno lo mismo tener la paella judicial, policial y mediática por el mango que no tenerla. Debido a una pura chamba aritmética en el Parlamento español, se podría llegar a deducir ingenuamente que el empate se ha hecho por fin efectivo. Nada más lejos de la realidad: todo sigue más o menos dónde estaba, salvo las fluctuantes divisiones partidistas de unos y otros, que ya tienen poco que ver con las que había en el 2010. Esto significa que todavía hay muchas cosas a debatir a nivel casero. No creo que nos lleguemos a convencer mutuamente. Tampoco creo que sea necesario: en democracia, de lo que se trata al final es contar votos, no argumentos. Sin estos argumentos, sin embargo, una votación sólo es una competición, por lo que el resultado acaba siendo ilusorio.