Se publica un extracto de La chica de nadie, las memorias de una de las víctimas, muerta, del abusador sexual Jeffrey Epstein, Virginia Roberts Giuffre. "Que linda, todavía lleva braguitas de niña", explica que le dijo él, mientras la sometía a prácticas que horrorizan, si piensas en una menor de edad de sólo dieciséis años; una de estas estudiantes que vemos, cada día, salir de la escuela con la mochila y la merienda.
De la sórdida historia de ricos que pagan chicas de extractos sociales bajos, el personaje más tenebroso es la mujer de él: Ghislaine Maxwell, cómplice, encubridora. Ella se encargaba de reclutarle a las menores, que luego él violaría con la excusa de masajearles. Ella estaba presente y "participaba" de todo aquello. Esta "chica de nadie" escribe, por ejemplo: "Epstein cogió un vibrador, que me forzó entre los muslos, mientras Maxwell me mandaba que pellizcase los pezones de Epstein mientras ella se frotaba sus pechos y los míos". Me recuerda el comportamiento de algunas mujeres de asesinos, como la de la "casa de los horrores" de Gloucester, que hacía más o menos lo mismo. Le ayudaba en el secuestro y participaba, como secundaria, de las torturas. Parecía estar celosa de las víctimas, pero siendo partícipe de aquello –quién sabe si haciendo ver que se encontraba bien–, se unía al verdugo, que no le amaba como ama a todo el mundo, que no tenía suficiente con ella. Tenía que ser la alcahueta o no era nada. Ghislaine Maxwell es una mujer, por lo que a las mujeres nos parece terrible su papel. Él era Dios, el líder de la secta, el reyezuelo consentido. Ella era la cómplice, la madre, la hija, la covioladora, la que quien sabe si tiene que hacer ver, porque es una pobre desgraciada, que lo que pasa le gusta.