Manifestación en Barcelona a favor del catalán en las escuelas.
30/09/2024
3 min

Me temo que la cuestión idiomática en Catalunya irá de mal en peor en los próximos años, y solo hay que salir a la calle para darse cuenta. Es cierto que en el debate político catalán ahora toca hablar de financiación e infraestructuras, que son retos sin idioma, pero el goteo de malas noticias para el catalán es constante y genera un estrés creciente.

Algunos pensaban que el final del Procés enterraría el debate lingüístico, pero está ocurriendo justo lo contrario. Y en los años de pujanza independentista estábamos tan ocupados hablando de cómo sería el futuro estado catalán que aparcamos la cuestión del idioma. Más aún: la necesidad de empatizar con la población castellanohablante hizo que muchos relajáramos nuestra militancia lingüística, y que los líderes del Procés remarcaran constantemente que el castellano seguiría siendo idioma oficial en una Catalunya libre.

Estos esfuerzos dieron algunos frutos, pero no fueron suficientes, y la mayor parte de los castellanohablantes se inhibieron del referéndum, y aplaudieron (o avalaron silenciosamente) la represión y el 155. Encima, apareció la cancioncilla de que el catalán se había "politizado", que resultaba "antipático": la coartada perfecta para no hacer el esfuerzo de aprenderlo. Una coartada poco creíble, porque buena parte de los que hacían estos reproches llevaban décadas viviendo en Catalunya, sin saber ni una palabra de catalán porque, al fin y al cabo, estamos en España.

Por si fuera poco, la parte más derechista del catalanismo decidió echar la culpa a los inmigrantes recién llegados, los más indefensos, de tal manera que a un africano o un paquistaní con un año de residencia, que no te dirá nunca que estamos en España porque tiene otras preocupaciones, se le exige más que a un español (o burgués catalán castellanizado) que lleva aquí toda la vida disfrutando de su monolingüismo constitucional.

En el último siglo la debilidad demográfica del país, la presión de los sucesivos gobiernos españoles y la globalización han perjudicado al catalán hasta el punto de que ya es minoritario en buena parte del país. Esto no había ocurrido desde hace 1.000 años –no os creáis a los que hablan de una Catalunya secularmente bilingüe–. La derecha españolista ha adaptado su discurso al nuevo contexto. Si durante el pujolismo se criticaba la normalización porque, según decían, el catalán ya era normal, ahora el argumento es al revés: como el castellano es mayoritario, la normalización va contra los derechos de la mayoría.

Ante este panorama, la población catalanohablante (que incluye, y cabe resaltarlo, a miles de personas de origen no catalán) está cada vez más cabreada y también más combativa. El sometimiento tradicional está dando paso a una actitud mucho más proactiva, tanto en el uso del idioma como en la denuncia de su discriminación. En el contexto europeo, el catalán es un idioma con unos activos nada despreciables: millones de hablantes habituales, producción de ocio y cultura de buen nivel, y un marco legislativo que no es el que quisiéramos pero que nos da herramientas para presentar batalla siempre que alguien quiera obligarnos a cambiar de idioma. Hasta ahora hemos tenido, además, gobiernos que han apostado por la lengua, y tiene que seguir siendo así: siempre será necesario que los poderes públicos compensen las inclemencias del mercado o el provincianismo de quienes buscan desesperadamente el abrazo del oso de Madrid.

Pero con independencia del contexto político, la cuestión lingüística se dirime en la calle, y me temo que es inevitable que adopte la forma de conflicto. Conflicto no violento, pero firme y sostenido. Al fin y al cabo, en todas partes, y en todas las épocas, los derechos individuales y colectivos se han obtenido plantando cara, no solo seduciendo.

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