Constitución permagel
Este viernes se conmemoran 46 años de la aprobación en referéndum de la Constitución española, votada por sólo una cuarta parte de los electores actuales, todos en edad de jubilarse, por cierto, porque el resto del censo o no había nacido o no había llegado todavía a los 18 años. En términos de legitimidad democrática, esto no sería un inconveniente si el texto hubiera experimentado algunos cambios para adaptar la voluntad constituyente a la realidad, pero resulta que sólo se ha reformado puntualmente tres veces: dos por imperativo de la UE y sólo una, éste mismo año, para sustituir el término disminuidos por el de discapacitados. Así no es de extrañar que España sea el país europeo que menos veces ha reformado su carta magna, que tenga una Constitución permagel. Ésta impotentia reformandi es una constante del constitucionalismo español, sin embargo: siempre ha preferido cambiar la Constitución antes que reformarla, normalmente a base de pronunciamientos o golpes de estado.
Ciertamente, desde la Constitución francesa de 1791, de la Asamblea Nacional revolucionaria, pasando por el resto de Constituciones liberales posteriores, los estados liberaldemocráticos defienden el carácter supremo y el valor normativo de las Constituciones a través de cláusulas que exigen mayorías calificadas y procedimientos más o menos rígidos de revisión. En algunos casos, como el español, algunas de éstas son genuinas cláusulas de intangibilidad, en el sentido de que, en la práctica, no se pueden reformar aspectos nucleares como el sujeto de la soberanía o la monarquía si se piden mayorías de dos tercios del Parlament para aprobarla y ratificarla, un referéndum positivo... Habitualmente en el mundo las Constituciones tienen decenas de modificaciones, especialmente si son duraderas (Alemania ha introducido sesenta). Negar la posibilidad de reformar la Constitución en España significa que la generación de Suárez, Fraga o Carrillo han establecido las pautas comunitarias a cerradura y cerrojo, para siempre. Es lo que se conoce como el imperialismo temporal. Contra ello, dijo Rousseau que no existe ninguna sociedad a la que no se pueda reconocer el derecho a cambiar las condiciones de su existencia. Y Jefferson, en una aún más conocida sentencia, que es antidemocrático negar a las generaciones futuras la capacidad de decidir su propia forma de vivir. ¡Lo decía también el preámbulo de la propia Constitución francesa de 1793!
No se trata de una cuestión banal, aunque tenga que dejar de interesar a los muchos desafectos con la Constitución española. Veo algunos peligros para quienes se desentienden. Lo primero, como observó Jellinek, autor de una influyente y celebrada teoría del estado en la segunda mitad del siglo XIX, es que a menudo la realidad modifica la Constitución al margen de los procedimientos establecidos, produciéndose una mutación constitucional: interpretaciones de la Constitución que sirven para crear nuevos conceptos o dar un nuevo sentido a sus prescripciones, como hace el Tribunal Supremo con la amnistía, por ejemplo. El segundo, la tentación de algunos de interpretar el texto constitucional al igual que en el tiempo que se aprobó (originalismo). En EEUU, la mayoría trumpista del Tribunal Supremo ha abrazado este dogma y ha derogado el derecho al aborto a escala federal conquistado en 1973 (sentencia Roe contra Wade), con el ridículo argumento de que la Constitución de 1787 no hablaba de ello. También se cargó el plan de Biden de condonar la deuda de los préstamos de millones de universitarios con pocos recursos porque rompía la igualdad ante la ley y la decimocuarta enmienda. Se trata de un criterio hermenéutico nada inocuo, contrario al más elemental criterio evolutivo, un invento, por cierto, de su vecino el Tribunal Supremo de Canadá en 1929, basado en el principio de que la Constitución evoluciona como un árbol vivo, para acomodarlo se orgánicamente en la realidad de la vida moderna sin necesidad de ser reformada.
Entre nosotros todo esto puede sonar muy extremo, pero en el 2012 se oyeron voces contrarias a legislar sobre el matrimonio homosexual porque la Constitución habla de mujeres y hombres, o más recientemente se ha llegado a cuestionar la amnistía, a pesar del parecer mayoritario del Parlamento, el único poder constituido que goza de legitimidad democrática directa. Volviendo a Canadá, cabe recordar que el propio Tribunal Supremo dijo que la Constitución no podía ser una "camisa de fuerza" (opinión consultiva de agosto de 1998, par. 150) a la hora de resolver el conflicto territorial con Quebec. Esto es de interés para Cataluña porque, siguiendo la lógica quebequesa, una consulta sobre el futuro político de Catalunya podría ser el acto preparatorio de una reforma constitucional. aprobar una convención constitucional que aborde las potencialidades de la carta magna sin tocarla. Es difícil, ya sé. la libertad, la justicia o el pluralismo político. Y cuando estos principios colisionan, es necesario establecer soluciones pragmáticas.