Contenedores desgraciados
Las calles de Barcelona están más limpias que hace un año. Vehículos de todos los tamaños circulan arriba y abajo con personal que barre, recoge, retira o riega. Apelo a la comprensión lectora: que las calles estén más limpias no significa que estén limpias del todo. A la ciudad le está costando recuperarse, porque suciedad grita suciedad y habíamos tocado fondo.
Sigue habiendo contenedores desgraciados, aquellos que por el hecho de encontrarse en una acera oscura, o estrecha, o cerca de un restaurante o de un supermercado, siempre están rodeados de bolsas, cartones o escombros, o que huelen porque son el rincón donde hacen sus necesidades algunas personas. Más que contenedores son vertederos. Suelen ser siempre los mismos, de modo que si algún responsable se fijara en ellos no le costaría mucho saber dónde están y actuar.
Sin embargo, se ha roto el vínculo entre la gente y la ciudad. Y, por cierto, no es una tendencia exclusiva de Barcelona, hasta el punto de que para algunas psicologías la actuación de los servicios municipales es una invitación del tipo "tú ensucia, que nosotros ya pasaremos después a limpiar". Hombre, hay gente que la suciedad no la ve o no le importa, quizás empezando por su casa. Pero la idea de que tenemos una responsabilidad individual en el estado del espacio público ha ido de baja espectacularmente. Prima la prisa por quitarse de encima la avalancha de embalajes de los repartidores, la pereza para andar cincuenta metros hasta el contenedor correspondiente, y la gracieta de dejar latas o botellas en cualquier sitio, por más papeleras que haya. Y los ayuntamientos no saben cómo hablar de ello.