Conversaciones de camino a la escuela
Este curso me han despedido de uno de los trabajos más bonitos y angustiosos que he tenido en la vida: el de llevar e ir a buscar a los niños a la escuela. Mis hermanos y yo nunca contamos con la compañía de un adulto para hacer estos desplazamientos (eran los ochenta y los noventa, unos tiempos de descampados con jeringuillas pero no tantos miedos como ahora) y por eso nos estrenamos generacionalmente en el ritual de ir y venir de los centros educativos. Yo he pasado los últimos 22 años controlando los horarios, las mochilas, los desayunos y disfrutando de unas conversaciones extraordinarias con mis hijos, unas conversaciones espontáneas que surgen en el movimiento, andando juntos. Ahora que se ha terminado y comienzan otras formas de comunicación (o de malentendidos e incomprensiones), lamento las prisas y el sufrimiento, tener muchos días la cabeza en otro sitio porque todavía tengo que terminar aquello o debo entregar lo otro. Maldigo todos los trenes que llegaron tarde y me asomaron a la terrorífica perspectiva de dejar abandonados a mis vástagos. Agradezco poder llamar a otras madres cuando las piernas no me iban lo suficientemente rápido, cuando el reloj se comía mis pasos. Y por encima de todas las cosas agradezco haber descubierto, en los últimos 12 años, que el enorme peso de la conciliación es más llevadero si es compartido con un padre presente y responsable que no solo "ayude" sino que asuma como propias las tareas de cuidar a una criatura y no crea, consciente o inconscientemente, que las mujeres, por el simple hecho de serlo, estamos esencialmente predispuestas a criar.
En los primeros dos años después del nacimiento de mi hija pequeña escribí muy poco, mi cerebro parecía haber cambiado y estar más centrado en la vida doméstica. Hacía lo que creía que tenía que hacer, atenderla en un momento decisivo de su existencia, pero se me comía la culpa porque mi identidad, tan ligada a mi profesión, se había desdibujado en ese cuerpo nutritivo y acogedor que alimentaba, calmaba y dormía a la desvalida personita que tenía entre los brazos. Fue entonces cuando me invitaron a una charla sobre liderazgo femenino que hacía una autora en el consulado americano. Le trasladé mi inquietud: ¿cómo podemos "empoderarnos" en nuestros sectores cuando los niños son pequeños? Su respuesta no podía ser clara: los niños crecen. Una afirmación tan cierta como la gravedad y que, en cambio, cuando estamos en el ojo del huracán de los primeros años no parecemos tener muy presente. Los niños crecen y solo durante un período relativamente corto nos necesitan de forma intensiva. Luego vienen otras obligaciones y atenciones, pero la gestión del tiempo cambia radicalmente.
Que a los padres se nos impida dedicarnos a realizar esta tarea tan necesaria para la perpetuación de la especie es absurdo y no tiene sentido desde una perspectiva de organización grupal. ¿Hay algo más importante que la vida? Teniendo como tenemos uno o dos hijos, ¿no sería más inteligente poder dedicarles más tiempo? Quien sabe si estos adolescentes tan ansiosos y deprimidos no son el fruto de unos padres estresados y permanentemente angustiados. Pero se ve que el trabajo es lo más importante en una cultura en la que el peor pecado es no producir, lo que quizás hace que tener hijos y cuidarlos acabe constituyendo una verdadera resistencia antisistema. Si no fuera que es con nuestros propios vientres con los que alimentamos esa forma de organización que nos acaba consumiendo a todos. Sea como fuere, yo agradezco al atzur, como decía Marçal, haber podido ir y volver de la escuela durante más de dos décadas con la mano de mis hijos cogiéndose espontáneamente a la mía. Y las innumerables e inolvidables conversaciones de camino a la escuela.
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