La crisis de la vivienda: ¿volver a empezar?

La crisis financiera fruto de la burbuja inmobiliaria que dejó un paisaje habitacional dramático, con miles de familias sin techo, todavía es una realidad social sangrienta. Una realidad que, superada la pandemia, y a pesar de las turbulencias económicas por la guerra de Ucrania, vuelve a hacerse evidente con la subida de precios de los pisos de compra y de alquiler. El mercado siempre reacciona rápido: los inversores, sobre todo extranjeros, no pierden nunca la oportunidad y la vivienda, sobre todo en plazas como Barcelona, sigue siendo una apuesta segura. Los esfuerzos de las administraciones y las reformas legales para asegurar el derecho básico a la vivienda siempre van a remolque. Las entidades sociales no dan abasto. El sinhogarismo y las infraviviendas son una evidencia visible a la que todos nos hemos acostumbrado. Los jóvenes no tienen más remedio que compartir vivienda si se quieren independizar y lo tienen muy difícil para encontrar un hogar estable como el de sus progenitores.

Y en este contexto de precariedad enquistada, con la ley catalana cortocircuitada por el Tribunal Constitucional y la española en discusión, este abril ha habido un movimiento tan relevante como discreto: la Sareb, popularmente conocida como el banco malo, ha dejado sus pisos (45.618) en manos de dos fondos de inversión, filiales de Blakstone y KKR, que gestionarán todos los activos a través de sus inmobiliarias Anticipa y Aliseda, respectivamente. La lógica social pediría que estos pisos de los bancos rescatados (pisos que, por lo tanto, de alguna manera ya hemos pagado entre todos: su recompra ha sido avalada por dinero público) fueran a parar a vivienda social. Pero no ha sido así. En buena parte por la dificultad de gestionar un conjunto inmobiliario tan amplio, con la fuerte inversión que pide para ponerlo al día, y en parte por falta seguramente de una política de vivienda más decididamente pública: sin un gran gestor público de vivienda, inexistente, es difícil huir de los agentes del mercado con capacidad logística.

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En cualquier caso, el mensaje que se desprende de esta operación es difícil de digerir, sobre todo por quienes sufrieron durísimas ejecuciones hipotecarias. Con los precios de nuevo al alza, la inflación disparada, los sueldos que no crecen al mismo ritmo y una tasa de paro que cuesta bajar, la ciudadanía seguirá sufriendo para acceder a viviendas dignas. Es un círculo vicioso. En Barcelona ciudad, por ejemplo, el precio medio del metro cuadrado está ya por encima de los 16 euros, de forma que un piso de 60 metros cuadrados fácilmente puede llegar a los 1.000 euros de alquiler al mes. Solo forzando desde el campo político la colaboración obligada del sector privado con la vivienda pública se podrá reconducir la crisis de la vivienda, un problema social gravísimo que habría que afrontar con valentía si no queremos avanzar sin remedio hacia una sociedad más desigual y fracturada.