La cultura de la cancelación, a revisión
Las plataformas sociales realizan su propia guerra y han contribuido a la popularización de la cultura de la cancelación en los últimos años. Por cancelación se entiende un fenómeno de rechazo público a una persona por su opinión o actitudes. Si bien la mayoría de cancelaciones tienen que ver con la misoginia o el racismo, también pueden utilizarse como una herramienta de linchamiento público o de censura histórica. El 2 de abril, el dibujante de cómics Ed Piskor se suicidó, a los 41 años, tras la acusación de acoso sexual por parte de dos mujeres. Una de ellas publicó en las redes sociales capturas de mensajes de 2020 donde Piskor le hacía proposiciones sexuales. Automáticamente, un fondo cultural de Pittsburgh anuló la exposición que le estaba preparando y el linchamiento público no se hizo esperar. Antes de suicidarse, Piskor dejó una carta de cinco páginas en la que indicaba que los “matones de internet” le habían asesinado y se declaraba inocente. El 27 de febrero salió una noticia a través de la plataforma feminista FAC (¿Harás alguna Cosa?) de la Universidad de Girona (UDG) donde se denunciaba que hacía tres años –también en el 2020–, un profesor asociado de la UdG, Mostafà Shaimi, había hecho proposiciones sexuales a una estudiante de máster en una reunión de trabajo de fin de máster y después le había pedido el teléfono por correo electrónico. Su cara circuló por las plataformas sociales y también en TV3, donde se utilizaron unas imágenes de archivo descontextualizadas. A partir de ahí la UdG abrió a Shaimi un expediente por falta muy grave; era la primera vez que en ese tipo de denuncias la universidad optaba por la vía punitiva. Aquella persona se convirtió en el acto en alguien que había que erradicar. Me cité con Mostafà –una persona muy conocida por su lucha antirracista– para hablar de ello. La semana posterior al 28 de febrero, Mostafá Shaimi fue cancelado de casi todos los sitios donde tenía compromisos laborales. Todo lo que me contó parecía una pesadilla kafkiana. Escribí un par de correos en la FAC para saber más sobre el tema, y después de tres semanas recibí una futura fecha, pero el artículo ya estaba enviado.
Los atenienses de la Grecia clásica tenían una palabra para describir la cultura de la cancelación, laostracismo o expulsión durante diez años de la ciudad a la persona que se consideraba dañina para la soberanía popular. La cultura de la cancelación puede operarse como una forma de mundo-burbuja creado a partir de estrategias de censura directa. Esto construye una falsa seguridad en el grupo, que ve desaparecer el elemento que perturba la paz del colectivo. Pero "el otro" sólo se elide con la condición de subrayar la acción que le ha hecho desaparecer, el mismo gesto de la aniquilación. Las voces canceladoras vienen de una ira antigua; motivos no les faltan, el cuerpo de las mujeres siempre se ha utilizado de forma interesada por el patriarcado. Como dice Raül Garrigasait, «la ira es la forma más fuerte y segura de decir no [...], sin un amor intenso o una preocupación profunda o una visión consolidada del mundo no habría ira». Pero la ira es, también, como indica Séneca, «el azote que ha costado más caro al linaje de los hombres». La ira da fuerza, y ésta no sólo puede transformar a un humano en algo matándolo, sino también mientras todavía vive: «Vive, tiene un alma y, sin embargo, es algo [...] es una vida que la muerte ha congelado mucho antes de suprimirla», dice Simone Weil. La cultura de la cancelación cosifica a través de la sentencia a voces como punto de partida; en este gesto de raíces patriarcales resuenan demasiado de cerca las cacerías de estigmatización de un grupo social, donde las mujeres siempre han perdido. No se puede vencer al machismo con herramientas machistas, pero ¿cómo hacerlo? La cosificación también forma parte de la violencia machista que puede llegar a cadaverizar el cuerpo de la mujer en el caso de un feminicidio o un acoso agresivo. Sin embargo, las relaciones de poder de este tipo no sólo están condicionadas por el género, sino también por elementos étnico-culturales, de clases sociales y por factores contextuales, de tal modo que sólo se puede entender el abuso de poder por cuestión de género analizando cada situación. Todo esto, siempre que no hablemos de agresión y cuando el marco jurídico esté claro.
A partir de la ley orgánica 10/2022 de garantía integral de libertad sexual se considera acoso sexual cualquier comportamiento, verbal o físico, de naturaleza sexual que tenga el propósito o produzca el efecto de atentar contra la dignidad de una persona, en particular cuando se crea un entorno intimidatorio, denigrante u ofensivo. En la nueva ley, la distinción entre abuso o agresión desaparece. Dentro de los casos de acoso que se hacen públicos, existe un rango muy amplio de casuísticas, donde una proposición de acondicionamiento convive con una violación, una vejación reincidente o un asesinato. Judith Butler, en la entrevista Uno éthique de la sexualidad: harcèlement, pornografía, prostitución (2003), analiza el acoso y arguye que el problema no es sólo el acto sexual en sí, sino, sobre todo, las condiciones que existen en riesgo de crear, es decir, se trata de si la persona podrá seguir trabajando o estudiante sin tener que someterse a un chantaje permanente oa ser apartada del grupo. La cultura de la cancelación invierte la ecuación, crea una condición en la que la persona denunciada ya no podrá trabajar más ni dejar de ser ese “monstruo” en el que el juicio popular lo ha convertido.
La cultura de la cancelación ha encontrado en la denuncia popular basada en el linchamiento o la exhibición pública una forma de canalizar esa ira heredada. Quiere ser un acto de reparación de la persona sitiada, pero a veces provoca el efecto contrario, ya que esta ve cómo su experiencia se convierte en un espectáculo grotesco en manos de medios, altavoces individuales distorsionadores y entidades mediadoras, donde la víctima necesitará otra, el linchado, para que se cumpla la reparación. Una especie de peaje individual para una hipotética paz social. Hemos dejado de cuestionar el modus operandi de las denuncias públicas, porque al individuo le pesa demasiado el miedo y la institución el escándalo. Se ha optado por la polarización, como si pudiera haber un lado bueno de la historia y otro malo, y la división fuera clara y universal. La cultura de la cancelación parte de un disenso muy necesario, pero acaba creando un consenso maximalista en el que se pierde, al final, la misma idea de justicia.