Ya se han superado los cien días de la presidencia de Javier Milei. Lo que parecía improbable, que alguien como él llegara a la presidencia, es ya algo incontrovertible. Viajo relativamente a menudo a este país. Lo encuentro caótico, apasionado y apasionante como siempre, pero con una pobreza mucho más evidente y chocante. El desánimo es general y se respira en la calle y en todo tipo de conversaciones. Se ha interiorizado que el país no tiene remedio y que su principal mal reside en la política. Una tasa interanual de inflación del 150%, con los precios que suben entre la mañana y la noche, y con el 60% de la población bajo el umbral de pobreza, un 10% en la exclusión absoluta y la mayoría de éstos durmiendo en la calle. La situación es desesperada en Buenos Aires, pero también en el interior del país. Milei pierde popularidad de forma rápida. Era de esperar. No aporta soluciones a la situación en la que vive la gente. Más liberalización de la economía significa mucho más desamparo para aquellos que se mantenían con los fondos de contención que aplicaba el peronismo cuando estaba en el gobierno. Ahora ya no.
En Buenos Aires, pero también en la provincia de San Luis, es como si nadie hubiera votado a Milei. Salvo algunos taxistas nadie habla de ello, casi nadie se le siente suyo. A su manera, los taxistas lo explican bastante bien: “El tipo está reloco, pero algo había que hacer para sacar a aquellos”. El ciclo peronista –o kirchnerista– se había agotado entre la pura contención de la pobreza e incontables casos de corrupción. Su estructura caciquil le permitió mantener el tipo en el gran Buenos Aires, pero no en el conjunto del país. En la provincia de San Luis, la Pampa húmeda, sede de los caciques más o menos peronistas de toda la vida de los Rodríguez Saá –donde disponen de una propiedad de más de un millón de hectáreas–, el voto en Milei llegó casi al 70%. El peronismo desmovilizado y sin proyecto presentaba en las elecciones a un candidato perdedor. Sergio Massa era el ministro de Economía que todo el mundo identificaba con la inflación. Ni la fidelidad de voto del “conurbano” podía salvarlos. La opción extrema de Milei, como en tantos otros sitios, era un voto de protesta, a la contra, frente a tanta humillación y falta de perspectivas. La derecha tradicional que ahora representaba a Patricia Bullrich y antes Mauricio Macri tampoco tenían un proyecto. Macri, durante su mandato, fió la recuperación de la economía y la disminución de la deuda a la captación de una inversión exterior que nunca llegó de forma significativa debido a la inestabilidad del país.
Milei, es obvio, no es ninguna solución. No lo es en la parte de medidas más locas y llamativas, como no lo es la liberalización de venta de órganos y criaturas, así como su planteamiento económico ultraliberal. Sin ningún tipo de protección pública, el empobrecimiento aumentará y encenderá las calles del país. No hay salida. Basta esperar. Su estrategia económica consiste en fiar una posible recuperación en el potenciamiento de las exportaciones. Implica depender aún más de un sector primario que vende commodities pero que no crea puestos de trabajo y sin mecanismos de una mínima redistribución. No hay oportunidades para la gente del Gran Buenos Aires desde que en la época de Menem se acabó, a través de la dolarización, con casi toda la industria del país. A pesar de las formas y animaladas verbales del presidente, no es un verso tan suelto como podría pensarse, especialmente en el ámbito económico. Sabe a quién se debe. Se ha configurado un nuevo empresariado, desertor del mundo Macri, que lo ha financiado y ahora ha tomado posiciones cerca del poder. Hablamos de quien lo promovió a primera hora, como el empresario de origen armenio Eduardo Eurnekian, pero también de Elsztain, Rocca, Grinman y Gabbi. Ni mucho menos Milei es ajeno a los círculos de poder tradicionales. Su ministro de Economía es Totó Caputo, que fue de Hacienda con Macri. El círculo de intereses de siempre actúa y se cierra mientras el presidente, como si se tratara de un juego de trileros, distrae a la ciudadanía.
Milei lidera un interregno de recomposición tanto de la derecha como del propio peronismo. Es un fusible a quemar. Algunos intelectuales y políticos de Buenos Aires me lo dejan bastante claro: quien quedará del mundo Milei será su vicepresidenta, Victoria Villarruel, que tiene su propia agenda y que probablemente acabará encabezando la derecha política, ya que Macri y Bullrich ya son figuras amortizadas. Me dicen que es necesario seguirla de cerca. ¿Y el peronismo? Muchos de ellos, en privado, son muy autocríticos. Tienen todavía mucho mecanismo de movilización, pero no tienen prisa. Reconocen no tener ni proyecto ni liderazgo, en estos momentos. Tienen que superar el kirchnerismo y el lastre de corrupciones que le acompaña. Complicado. Si hay algo diverso, plural y casi inaprensible es justamente el peronismo. Más que una ideología coherente y compacta –lo dicen muchos de ellos– sólo es una maquinaria electoral y de poder. Puede parecer que el relevo en el liderazgo podría ser el socialdemócrata Axel Kicilloff, que gobierna la provincia clave de Buenos Aires, pero a pesar de ser exministro de Cristina Kirchner, está enfrentado al hijo de Kirchner, quien controla la férrea estructura ciudadana de La Cámpora. Juan Grabois tiene discurso y madera de candidato, pero probablemente su perfil es demasiado zurdo, me dicen. Sin embargo, falta el fundamental que debe responderse el peronismo: ¿para hacer qué? Mientras, el país se desangra económica, social y moralmente. Recuerdo, ahora, lo primero que me enseñó un buen amigo argentino hace ya años: la política argentina, si la entiendes, es que te la han explicado mal.