Derechos lingüísticos: 25 años de esperanzas
Del 6 al 9 de junio de 1996 –hace, pues, veinticinco años– en Barcelona se celebró la Conferencia Mundial de Derechos Lingüísticos. Fueron promotores el comité de traducciones y derechos lingüísticos del PEN Club y el CIEMEN, entidad de la sociedad civil uno de cuyos objetivos es la defensa de los derechos lingüísticos individuales y colectivos. La Conferencia contaba con el apoyo de la Unesco y la participación de 66 ONG de todo el mundo, 42 centros PEN y 41 expertos en jurisprudencia lingística de los cinco continentes. La tarea principal de la Conferencia era aprobar la Declaración Universal de Derechos Lingüísticos, elaborada por dichos participantes. Fue unánime el voto favorable a los 52 artículos de los que consta.
La intención remota de esta iniciativa se inspiraba –hablo en nombre del CIEMEN– en la constatación de un hecho que ha tenido una gran repercusión y trascendencia en la historia reciente de la humanidad: la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada por ONU en 1948. Una declaración que, como es bien sabido, se ha convertido en un referente y una pauta imprescindibles para la construcción de una sociedad sobre la base de la convivencia justa entre todos sus miembros, sin discriminación alguna, y, consiguientemente, para fomentar la paz y la democracia en todas partes. Ciertamente, estamos todavía muy lejos de ver aplicado, hasta el fondo, lo estipulado en esta declaración. Pero gracias a su existencia, al ser aceptada como faro imprescindible orientativo para el progreso humano, se han podido dar pasos adelante hacia el desarrollo de las personas y de sus respectivos pueblos, sancionar a quienes le impiden, y convertir el adhesión a su contenido en una de las condiciones que deben asumir los estados para formar parte de la ONU.
Los promotores de la Declaración Universal de Derechos Lingüísticos queríamos que fuera un complemento de aquella declaración, porque no los desglosa lo suficiente, a pesar de ser también derechos humanos fundamentales: afectan a la expresión de la identidad y la dignidad de las personas y de la comunidad en la que cada uno se reconoce, vehiculan las diferentes formas de ver el mundo y tejen la calidad de las relaciones entre los seres humanos. Si es verdad que los miles de idiomas existentes en el mundo manifiestan la diversidad que nos distingue singularmente, su respeto es o debería ser la base para entender y reconocer su igualdad. La comprensión de esta paradoja constituye la esencia de lo que podríamos definir la filosofía o lógica del discurso sobre los derechos lingüísticos.
Sin embargo, en general, las políticas dichas lingüísticas llevadas a cabo por los estados y organismos internacionales que las hacen aplicar prescinden de los derechos lingüísticos. Planifican los usos lingüísticos de los ciudadanos, de acuerdo con unas arbitrarias categorizaciones de las lenguas, entre las calificadas mayoritarias y las llamadas minoritarias: una distinción no tan relacionada con el número de hablantes como con el tratamiento que se da a unas, como si fueran superiores, y en las demás, como si fueran subalternas, inferiores. Con este planteamiento, los sujetos de los derechos lingüísticos que deberían ser universales quedan a merced de intereses ajenos. De ahí los conflictos lingüísticos atribuidos a los contrarios al orden lingüístico establecido por los poderes dominantes, cuando en la realidad son efecto de la contestación hacia el menoscabo de unos derechos a millones de personas, confrontaciones entre poderes colonizadores y comunidades lingüísticas colonizadas, en sus múltiples formas discriminatorias.
Ante esta maraña, la declaración sobre los derechos lingüísticos pretende "reordenar" la cuestión lingüística partiendo del principio de que las lenguas no tienen derechos. Estos derechos sólo pertenecen a las personas, todas ellas iguales pero distintas, como dice la Declaración Universal de los Derechos Humanos, así como lo son, lógicamente, sus respectivas lenguas. Por otro lado, cada uno tiene derecho inalienable de relacionar su identidad lingüística con la comunidad que la habla también como lengua propia y la desarrolla con la participación de sus distintos miembros. De ahí que la declaración sobre los derechos lingüísticos no se apoye en los estados u otros poderes superestructurales. Las únicas citas se refieren a la obligación que tendrían que ser garantes de los derechos lingüísticos iguales para todos, un supuesto que, como es notorio, no suelen aplicar. Un caso paradigmático es el de la Constitución del estado español, que exige a todos los ciudadanos que administra el derecho a saber la lengua oficial del Estado y el deber de hablarla, mientras que sólo reconoce el derecho de los hablantes de otras lenguas, en las respectivas comunidades lingüísticas, pero no el deber de hablarlas.
En su conjunto, la nuestra declaración tiene en cuenta que para el reordenamiento del mapa lingüístico, a la luz de los derechos lingüísticos, muchas lenguas están divididas por las fronteras estatales, algo que suele afectar negativamente al menos a una parte de los miembros de una determinada comunidad lingüística. (Pongamos el caso, por ejemplo, del catalán en la Cataluña Norte y en el Principado.) Por otra parte, la declaración está atenta al fenómeno de la movilidad de la gente, que hace que a menudo en unos mismos territorios se hable más de una lengua, con la consiguiente dificultad de distinguir los derechos lingüísticos de cada uno. La declaración tiene presente todavía que los humanos vivimos hoy en un contexto dominado por la globalización, dentro de la cual las lenguas son tratadas siguiendo criterios marcados por su funcionalidad, es decir, seleccionadas según los servicios que prestan sobre todo a los intereses económicos ...
En cada uno de los artículos de la declaración se afirma que los derechos lingüísticos individuales son indisociables de los derechos colectivos. Se necesitan mutuamente, forman un todo. Sin embargo, a diferencia de lo que realizan las políticas lingüísticas vigentes, la declaración admite que los derechos individuales son plenamente respetados en la medida en que la comunidad a la que cada persona se identifica es reconocida como tal, con los derechos correspondientes. Por eso, la declaración comienza con la definición de qué es la comunidad lingüística: "Se entiende por comunidad lingüística toda sociedad humana que asentada históricamente en un espacio territorial determinado, reconocido o no, se autoidentifica como pueblo que ha desarrollado una lengua común en tanto que medio de comunicación natural y de cohesión cultural entre sus miembros" (art. 1). "Esta declaración considera como derechos lingüísticos personales inalienables [...] el derecho de cada persona a ser reconocida como miembro de una comunidad lingüística, el derecho al uso de la lengua de esa comunidad, en privado y en público..." (art. 3). Cuando en el espacio que ocupa la comunidad lingüística están presentes personas que tienen como propia otra lengua hablada en una u otras comunidades lingüísticas, éstas forman "un grupo lingüístico" (art. 1, 5). El respeto a sus derechos debe regirse a través de la búsqueda de "un equilibrio sociolingüístico satisfactorio", teniendo en cuenta la "historicidad relativa" de su presencia (art. 2, 2), la voluntad de sus miembros en tener una enseñanza en su lengua y en usarla públicamente (art.3, 2). Sin embargo, el reconocimiento de los derechos de los grupos lingüísticos no debe obstaculizar "la interrelación y la integración de estos grupos con la comunidad lingüística receptora ni debe limitar los derechos de esa comunidad o de sus miembros a la plenitud del uso" público de la lengua propia en el conjunto de su espacio territorial" (art. 3, 3). Las personas que pertenecen a estos grupos, así como las que "se trasladan y se establecen en el territorio de una comunidad lingüística distinta a la propia, tienen el derecho y el deber de mantener una relación de integración, entendida como una socialización adicional de estas personas, de modo que puedan conservar sus características culturales de origen, pero comparten con la sociedad que las acoge referencias, valores y comportamientos para permitir un funcionamiento social global, sin mayores dificultades que las de los miembros de la comunidad receptora" (art. 4, 1). Puede darse una asimilación, pero sólo debe ser "resultado de una opción libre, no forzada o inducida" (art. 4,2).
Éstos son los principios nucleares de la declaración. Coherentemente, al ceñirse estrictamente a los derechos lingüísticos, la declaración no habla de las funciones internacionales de ciertas lenguas, por ejemplo, o de las divisiones políticamente arbitrarias que existen de los territorios lingüísticos. La declaración ni siquiera dice nada sobre lo que para muchos sería una solución equitativa de los problemas relacionados con los derechos lingüísticos en el seno de comunidades donde se hablan diferentes lenguas: la imposición del bilingüismo o multilingüismo institucionalizado. El silencio sobre este punto es atribuible, entre otras causas, a que no existe ningún ejemplo en el mundo en el que la aparente solución salve los derechos lingüísticos de todos. Más bien deja en situación de debilidad o desamparo, o de marginación más o menos evidente, los derechos de la comunidad lingüística propiamente dicha.
La primera reacción de alto nivel que nos llegó después de proclamarse la declaración en el paraninfo de la Universidad de Barcelona fue la de Federico Mayor Zaragoza, director general de la Unesco. En resumen nos dijo: "Se trata de una declaración rigurosa y oportuna, la primera que se centra sólo en los derechos lingüísticos. La declaración hará historia. Llévela a la asamblea de la Unesco". Es decir, en la primera institución pública de nuestro planeta que se ocupa de las lenguas y culturas.
Durante los veinticinco años de su recorrido, la declaración fue presentada dos veces en la sede de la Unesco en París, pero se "perdió" por los intricados laberintos controlados por los estados constituidos. También ha sido expuesta tres veces, dos por mí mismo, en la tribuna del Consejo de los Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra, ante los embajadores de casi todos los estados del mundo. Aparentemente, los estados no han hecho caso... Su aceptación les habría obligado a abandonar un arma que utilizan para transmitir su poder y también a abandonar unas políticas que les ponen en cuestión, sobre todo los estados que se proclaman servidores de la democracia.
Sin embargo, durante estos veinticinco años hemos notado algunos progresos reconfortantes. La declaración ha recibido la adhesión de personalidades que cuentan en la cultura de la paz, como los premios Nobel Desmond Tutu, Dalai Lama, Adolfo Pérez Esquivel, Shimon Peres, Nelson Mandela, Yasser Arafat, José Ramos, premios Nobel de literatura como Wislawa Szymborska, Seamus Heaney, Octavio Paz, lingüistas de primera fila, como Noam Chomsky, Ngugi wa Thiong'o, Homero Arridis... Igualmente ha recibido el apoyo de varios Parlamentos europeos y sudamericanos. Quizás también ha influido en la redacción de la declaración sobre los derechos de los pueblos indígenas, proclamada por la ONU en 2007, cuyo contenido está en la línea de la nuestra declaración.
Celebramos una efeméride con cierto regusto de una obra inacabada. Sin embargo, con la certeza de que los promotores y los adheridos a la declaración hemos sembrado una buena semilla. Una semilla que le cuesta echar raíces y crecer, pero que no dejamos de regar. Con la esperanza de que se cumpla lo que auguran las disposiciones finales de la declaración: "la creación del Consejo de las Lenguas en el seno de las Naciones Unidas [...], que se establezca un organismo de derecho internacional con el fin de amparar a las comunidades lingüísticas en el ejercicio de los derechos reconocidos en esta declaración".
Mientras tanto el comité de seguimiento ha sido reforzado por la entidad vasca Observatorio de Derechos Lingüísticos Behatokia, fundado en 2001. Una de las últimas tomas de posición, hace pocas semanas, de estos y otros organismos de la sociedad civil defensores de los derechos lingüísticos ha sido su denuncia, en las Cortes de Madrid, que a estas alturas encara los Parlamentarios españoles en su mayoría rehuyen admitir, con todas las consecuencias, el plurilingüismo existente en España.
Aureli Argemí es presidente emérito del CIEMEN