Pau Juvillà fue condenado por el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC) a seis meses de inhabilitación y una multa de 1.080 euros por no retirar un lazo amarillo de su despacho de la Paeria de Lleida, de la cual era regidor durante las elecciones municipales del 2019. A partir de aquí, la Junta Electoral Central (JEC) instó al Parlament a ejecutar la inhabilitación del ahora diputado, con el plazo de este viernes para su cumplimiento efectivo, sin esperar a que el Tribunal Supremo resolviera las cautelares que tanto el Parlament como el mismo Juvillà le han pedido. La retirada del escaño al representante de la CUP supone una interferencia externa inaceptable y desproporcionada por parte de un órgano administrativo como la JEC. Además, según el reglamento del Parlament, el caso en cuestión no cumple ninguno de los supuestos para hacer perder el escaño a Juvillà o para que sea suspendido. Así pues, el fondo de la cuestión resulta evidente: Juvillà tendría que continuar siendo diputado.
A partir de aquí, entramos ya en las formas y la estrategia política. En este terreno, una vez más se ha gesticulado para acabar con el mismo resultado prosaico que ya se dio en el caso del entonces presidente de la Generalitat Quim Torra. En términos shakespearianos, se puede decir que nuevamente se ha producido mucho ruido simbólico y pocas nueces. Se ha flirteado con una suspensión de la vida parlamentaria y se ha apelado al reglamento para no retirar el escaño hasta que haya una sentencia firme. Pero, en la práctica, con el argumento previsible y lógico de no perjudicar a los funcionarios que tendrían que desobedecer, tal como se apunta en el dictamen de la comisión del Estatuto de los Diputados hecho público este miércoles, todo indica que Juvillà será desposeído de sus derechos como diputado. Un final que estaba escrito desde el principio. Antes con Torrent de presidente de la cámara y el caso de Torra, y ahora con Borràs, el resultado acabará siendo el mismo.
Cuando los gestos simbólicos de aparente resistencia cuestan tanto de sacar adelante y son tan efímeros y desgastadores, valdría más ahorrárselos y ser claros y transparentes con la opinión pública: a estas alturas del choque soberanista con el Estado, y de la represión que este aplica, la gente ya es bastante madura para entender cuál es la situación real y cuál es el desequilibrio de fuerzas. Estrellarse una y otra vez contra el muro legal de la judicialización política es una vía que instala la política catalana, y más en concreto al independentismo, en la frustración y la impotencia permanentes. El mensaje es de pesimismo y de parálisis, un mensaje que traspasa el mismo Parlament y que, se quiera o no, se hace extensivo a la misma acción del gobierno de coalición independentista. Quizás sí que este juego parlamentario –por otro lado de difícil comprensión para el público no avezado– hace más visible la injusticia, pero a un coste demasiado elevado, que entre otras cosas debilita a la misma institución y que, en paralelo, muestra las dificultades de la reconstrucción de cualquier tipo de unidad real de acción soberanista, tal como se ha visto este miércoles mismo con el plantón de la CUP al presidente Aragonès en la primera reunión prevista precisamente para reconstruir consensos.