Viendo los resultados de las elecciones americanas me pregunto si demócrata es una palabra que podemos seguir aplicando a concepciones tan distintas a lo que significa este sistema político. De la educación que he recibido y la cultura en la que me he hecho ciudadana he sacado una conclusión que creía que era una verdad universal: la democracia consiste en confiar tu voto al candidato que crees que gobernará de forma más justa y responsable. Antes de consideraciones ideológicas, de elegir en función de si eres de izquierdas o de derechas, el primer requisito que debería cumplir cualquiera que aspire a dirigir un país debería ser un profundo respeto por las instituciones de representación de los votantes. Este mínimo parece que no ha sido tenido en cuenta por millones de personas en EE. UU. que han elegido a un hombre que ha expresado públicamente sus simpatías con formas autoritarias. Sería fácil despreciar a toda esa gente que hará que Donald Trump vuelva a la Casa Blanca y tacharlos de ignorantes, idiotas o enajenados. Me niego, como demócrata, a aceptar esta simplificación y, en tanto que persona partidaria de la igualdad y la fraternidad, que hacen que la libertad pueda ser para todos los miembros de una sociedad abierta, no puedo cerrar los ojos ante una deriva que, por desgracia, se está extendiendo a todo Occidente. Con demasiada frecuencia las izquierdas (liberales como el Partido Demócrata americano, socialdemócratas europeos o los sectores más radicales del arco) han adoptado actitudes de superioridad con aquellos cuyos intereses decían representar. El analista político y antiguo jefe de estrategia de Obama David Axelrod lo explicaba de forma clara en la CNN: la base de la derrota del Partido Demócrata es que sus dirigentes son élites con educación universitaria que se han alejado de la clase trabajadora, y cuando se dirigen a ella, añadía, lo hacen como si fueran misioneros, como si les dijeran “os ayudaremos a ser como nosotros”. Aunque los contextos son muy diferentes, es una actitud que hemos visto demasiado a menudo en aquellos que se presentan como defensores de los pobres pero no han visto ninguno en su vida o hablan por los obreros pero nunca han pisado una fábrica.
De todos modos es difícil aceptar que solo la arrogancia progresista lleve a millones de personas a confiar en un personaje tan grotesco como Trump, desagradable desde todos los puntos de vista, mentiroso, chuleta, tan chapucero que a veces cuesta distinguirlo de la caricatura que hacen algunos programas de humor (los guionistas no necesitan inventar nada, solo copiar de la realidad). El mencionado David Axelrod daba una pista para entender esa aparente incongruencia: el Partido Republicano ha sido, durante la campaña, mucho más inteligente que su candidato, ha tenido una estrategia más seria que el verborreico hombre naranja. Es decir, que mientras el público se entretenía con las aberraciones del payaso, la maquinaria del poder que lo impulsa ha funcionado de forma más eficaz, al parecer, de lo que lo ha hecho la de Kamala Harris. Para quienes no somos ni analistas políticos ni americanos es raro mirar hacia Estados Unidos y ver los resultados de unas elecciones que parece que tengan que cambiarlo todo y que tendrán efectos sobre el resto del mundo. De lejos se diría que la obsesión por la identidad (color, sexo, género) no ha dado los frutos que esperaban recoger los demócratas o que la forma en que se organizan las pertenencias colectivas en los individuos es más compleja de lo que representan los discursos. Prueba de ello es, por ejemplo, el hecho de que un buen número de hombres latinos hayan elegido a Trump en vez de a Harris, lo que demuestra que lo que somos no siempre determina lo que votamos. Quizás el gran error de los progresistas (ahí y aquí) sea exaltar demasiado el quién y dejar en segundo término el qué.