Desde 2012, la celebración de la Diada, más allá de los actos estrictamente institucionales, se ha convertido en un terreno de juego exclusivamente reservado a la movilización independentista. No ha habido espacio para la catalanidad laica, cuyos sujetos se fueron retirando del evento, ya que no se sentían cómodos, como tampoco convocados. Cuando, casi exclusivamente, las banderas catalanas cuatribarradas quedaron relevadas por esteladas muchos sintieron que aquél no era su lugar, ni tampoco su fiesta. De hecho, dejó de ser una fiesta. De ser una celebración de todos, con símbolos y sentimentalidades diversas que convivían, se la convirtió en una manifestación excluyente en la que, además, cada año aumentaba la apuesta de la radicalidad y la parcialidad, con performances más complejas y eslóganes más empequeñecedores. Pero políticamente las cosas han cambiado. La ciudadanía de Catalunya ha apostado por pasar página y volver a la situación de concordia y al principio de realidad que, quizás, nunca debía haberse abandonado. Llegados al 2024 y con Salvador Illa presidiendo la Generalitat parecería que este año deberíamos volver a celebrar la Diada como hacíamos hace una docena de años, con normalidad y sin confrontación. Intuyo que vamos a recuperarlo, pero, desgraciadamente, no todavía.
De manera general, el independentismo vive inmerso en la frustración después de no haber alcanzado el horizonte fijado ni está en camino de hacerlo. Especialmente, entre las bases que creyeron de buena fe en la posibilidad de llegar al escenario dibujado, su desencanto resulta tan evidente como difícil de movilizarlos de nuevo. El conflicto interno, personal y de estrategias es tal que ha vuelto impensable que el independentismo se manifieste conjuntamente. Lluís Llach y la ANC ganan una representatividad del movimiento que ya no tienen en la medida en que son parte, apostando por un voluntarismo y por una recuperación de la reafirmación en los postulados, o más bien mitos, del 2017. Tal y como han planteado la manifestación ya expresa que no tienen demasiadas esperanzas de éxito. Siguen apostando por eslóganes y dinámicas excluyentes del conjunto de la catalanidad. Pretenderá ser la Diada independentista multitudinaria de otras ediciones, pero seguro estará mermada de energía y de gente, y expresará una especie de canto de cisne de la que podía haber sido y no fue.
Transición expectante para toda la catalanidad que se sintió expulsada. Todavía desconfianza por sentirse utilizados y partícipes de movilizaciones que no les interesan ni les alcanzan. El descreimiento con relación a una fiesta que dejó de serlo continuará mientras no se den pasos notorios para volver a una celebración integradora y reivindicativa en términos asumibles para todos. Por eso, tiene que convocarle otra gente. El catalanismo o es un espacio común de tolerancia a sensibilidades muy diversas, o no será. Recuperar el sitio de convivencia, de afirmación de catalanidad sin exclusiones. Los sentidos de identidad y pertenencia son extremadamente plurales y pueden –y deberían– convivir con respeto y armonía. Así debe ser cuando desaparezca el sentido de superioridad e impere de nuevo los valores democráticos.