Lo que el dinero no puede comprar
¿Cuál es la diferencia entre precio y valor? Si se lo preguntamos a Warren Buffet, el gurú de las inversiones, el precio es lo que se paga, el valor lo que se obtiene. Para el gato viejo de las finanzas, apamar las cualidades ocultas de un activo es necesario para sacarle el máximo jugo a largo plazo. Pero no hace falta ser un poeta para captar, como Quevedo o Machado, que confundir valor y precio es necio por otras razones.
El filósofo Michael Sandel hace más de una década que alertó —en el libro sobre Lo que el dinero no puede comprar— de un fenómeno más funesto que la codicia de los operadores: la expansión de los mercados en esferas de la vida que no les pertenecen. En el gabinete de curiosidades sobre las cosas a las que hemos acabado poniendo precio hay ejemplos insólitos y aberrantes. Pagar para disfrutar de una celda más cómoda en una cárcel o ser admitido en una universidad de prestigio, en EE.UU. Para cazar un rinoceronte negro en peligro de extinción, en Sudáfrica. Para contaminar, en las políticas medioambientales de la UE. O para no hacer colas. Cada vez más, los ricos se las pueden saltar olímpicamente, para acceder a servicios esenciales o para obtener ventajas triviales, pero simbólicas; para subir a las atracciones (en los estudios Universal) o al Empire State. Para hacer uso del carril exprés (Lexus) de las autopistas o pasar más rápido los controles de seguridad de los aeropuertos (fast track). Priority es sinónimo de estatus en un mundo donde el tiempo es oro… y el oro es tiempo. Los americanos son los líderes de este mercado del tiempo, que dinamita la ética democrática de la cola y garantiza un acceso privilegiado a quien puede permitírselo, no a quien más lo necesita ni a quien más lo valora. Incluso hay empresas que contratan a sin techo para que los lobistas se cuelen en el Congreso antes de que quien espera su turno (colectivos ecologistas, en algún caso sonado).
Apenas notamos la tendencia a desplazar las formas no mercantiles de distribuir bienes: la tanda, el mérito, la necesidad, el azar, el sorteo, la insaculación. Solo nos sacuden las extravagancias o barbaridades. Saber que hay gente que pasa un mal momento que acepta ceder los datos del iris por cuatro criptomonedas; alquilar la cabeza o la frente, no metafóricamente sino literalmente, para tatuarse un anuncio; o hacer de conejo de Indias humano. Defender, como Milei, que se pueda comprar un riñón. No son excentricidades ni ocurrencias, sino consecuencias grotescas del paso de una economía de mercado a una sociedad de mercado, donde los economistas echan a políticos y filósofos del ágora pública. Me pregunto qué pensaría Kant (“Las cosas tienen precio, las personas, dignidad”) sobre las iniciativas que conciben a los refugiados como “costes” o cargas de las que podemos deshacernos o como fuente de ingresos, en lugar de seres humanos en peligro a quienes hay que acoger y proteger. Los sesudos economistas de Yale que proponen asignar "cuotas" por país (que pueden venderse a otros países) no tienen presente que no se trata de instrumentos de ganancia ni objetos de uso, sino de sujetos de derechos; individuos singulares y no columnas de un Excel. Tampoco los responsables de la deportación del cupo de solicitantes de asilo del Reino Unido en Ruanda, una pantomima de democracia. Por la misma razón, no debería comerciarse con los derechos y obligaciones de ciudadanía (derecho de voto, deber de ser miembro de una mesa electoral). Mira por dónde, España se resiste a eliminar el tráfico repugnante de las Golden Visa, los permisos de residencia para quien compra un inmueble de medio millón de euros para arriba. Tampoco hay suficiente control sobre el destino de los datos que “cedemos”, pese a escándalos como el de Cambridge Analytica, en los que datos sensibles de Facebook sirvieron para manipular psicológicamente a los votantes en las elecciones que ganó Trump.
El uso creciente de los incentivos dinerarios para cualquier decisión, en todas las manifestaciones del comportamiento humano, responde a esta visión del mundo. Y eso que no son infalibles, porque no somos calculadoras con patas. Hay estudios que demuestran que pueden ser contraproducentes porque desplazan motivaciones más elevadas. Ofrecer dinero por extracciones de sangre o por aceptar una instalación no deseable (un vertedero, una planta de reciclaje) hace que la predisposición se retraiga. Nada inocuo. Se degrada un impulso altruista (solidaridad, deber cívico, espíritu comunitario) y se convierte en una transacción rutinaria. ¿Tenemos que pagar a los alumnos por leer o por sacar buenas notas, como hacen en los “programas de incentivación” en Texas? ¿O a los denunciantes de fraude, para animarlos a comunicar infracciones, como hace el regulador americano?... Decidir qué propuestas son estimables o corrosivas no puede quedar en manos del mercado. Quien cree que el dinero lo hace todo, lo acaba haciendo todo por dinero. Pese a que la crisis financiera destapó la ineptitud de la autorregulación para repartir el riesgo de forma razonable, la lógica mercantil se impone. En buena parte, por la fascinación por los “expertos neutrales” que no se mojan entre preferencias admirables, reprobables o abominables. Ni mejor ni peor, sino todo lo contrario. El resultado es un discurso público drenado de energía cívica, solo perturbado por el grito de los activistas o el clamor de los poetas. "Perdurará para siempre el fascismo del dinero", se lamenta Narcís Comadira.
El efecto es catastrófico para las personas con pocos recursos, privadas de bienes y servicios elementales. El derecho a la vivienda se derrumba cuando se transforma en una inversión, un activo inmobiliario. Hemos pasado de querer un hogar a conformarnos con un techo; de una casa a una habitación. El lenguaje es sintomático: comprar un piso “con bicho” cuando el inquilino es de edad avanzada se considera una ganga, no una práctica vergonzosa.
A la inversa, la economía se personifica, casi se humaniza. Unos mercados financieros “deprimidos”, “expectantes”, “inquietos”... celebran eventos, como las elecciones, cuando huelen una victoria complaciente. Pasan ansia o tienen miedo. Pero no nos confundamos, la avidez de unos es el hambre del resto. Cuando los mercados “tiemblan”, son las personas las que pasan frío.