No me imagino la desesperación de Chaymae cuando estaba a punto de ser desahuciada en plena alerta por la DANA. Con su hijo de 4 años, un detalle menor, nunca mejor dicho. En la calle del Rec de Barcelona, como una broma macabra. El operativo policial seguía adelante, inclemente, mientras sonaban las alarmas en los móviles de los activistas, atónitos, concentrados para impedir el lanzamiento. Alguien puso cordura, in extremis, y se detuvo el despropósito. El episodio, grotesco, es ilustrativo del drama que afecta a los más "desfavorecidos". Cuesta encontrar palabras que no sean condescendientes para la población de Cataluña (un 25%) que vive en riesgo de pobreza. Mujeres, la mayoría. Esta brecha de género es la misma que hace visible al Sindicato de Alquiladoras, con femenino genérico, porque la precariedad –no la fragilidad, en la célebre cita de Shakespeare– tiene nombre de mujer.
Entre las personas que salieron a la calle bajo el lema "Bajamos los alquileres" habría, por estadística, parte de "vulnerables". No en vano, Cataluña es la campeona de los desahucios; la mayoría (75%), vinculados a los alquileres. A menudo con alternativas habitacionales impropias de un país civilizado. Pero circunscribir el problema a los casos extremos es engañoso. La pinza de sueldos miserables, trabajos inestables y alquileres enloquecidos hace que buena parte de la gente joven que conozco merezca esta consideración, aunque no reciba la etiqueta ni tema acabar en la calle, sino en casa de los padres. Son la llamada "generación inquilina", expresión importada (generación leva) para dar nombre a uno fenómeno global, desbocado en nuestra casa. Afecta a los que hace veinte años se habrían podido comprar un piso pero ahora se ven condenados eternamente a la jungla del alquiler, un mercado cada vez más hostil e inseguro. La indefensión es el denominador común de situaciones diversas, para conseguir un piso o conservarlo. La mayoría se muda voluntariamente. Con los desahucios invisibles, silenciosos, se expulsa también una clase media desconcertada, que no se reconoce a sí misma. Instalada en una seguridad ilusoria, aspiracional, comprueba amargamente su declive. La siguiente generación vivirá peor que la anterior, pese a tener un par de másteres y hablar cuatro idiomas. Tendrá hijos en la edad de ser abuelos. El nomadismo inmobiliario que afecta a los jóvenes también lo sufren los pensionistas no propietarios. Son el otro extremo del goteo de emigración forzada, del centro a la periferia, de Barcelona a sus alrededores. El desarraigo individual se proyecta sobre la escalera y el barrio. Afecta al paisaje urbano. El comercio local, por ejemplo, se languidece atrapado entre la mutación de la oferta –cada vez más orientada a satisfacer el capricho de turistas, expados... in English, of course– y la caída de la demanda. Muchos vecinos empobrecidos, que disimulan la estrechez bajo una apariencia acomodada, compran en las grandes superficies, en horarios extensivos, que revientan precios a costa de explotar el productor. fácil ser ético con la barriga llena y el bolsillo holgado.
Muchos propietarios que viven en pisos que ahora no podrían pagar también están indignados por el abuso en alquiler. Preocupados por sus hijos, por sus amigos, por su comunidad. Conscientes de que la rueda de la fortuna gira bastante bien sólo para unos pocos. Pese a las percepciones sesgadas, los datos oficiales de compras de viviendas no engañan: la mitad son de personas que ya tienen propiedades y gran parte (60%) pagan al contado. Sintomático, ¿verdad? De los propietarios, sólo un pequeño porcentaje (el 6%) tienen el piso alquilado: son los dueños y las amas de casa. Caseros, en español. Landlords, en inglés. La estadística muestra que la suerte no está repartida, como las participaciones de la lotería, sino concentrada. Los principales dueños en Cataluña son fondos de inversión, no una muchedumbre de señores Josep o señoras Empar. Nadie priva al heredero del modesto pisito de los padres de alquilarlo a un precio responsable, respetando la ley, o cederlo (olé por los solidarios!) para alquiler social (que permite, por cierto, recuperarlo cuando conviene).
A los especuladores y sus intermediarios –inmobiliarias como Tecnocasa o Idealista, operadores jurídicos o API– les interesa proteger el negocio. Por eso, desde sus portales o desde "cátedras" universitarias que financian sin miramientos, asimilan la falta de oferta (relativa) a la falta de pisos. Ni mueve sobre la paradoja nuclear: "gente sin casa, casas sin gente". Su solución milagrosa es la construcción salvaje (¡ya volvemos!) o las "nuevas formas de habitabilidad" (hacinamiento del de toda la vida) como el coliving o el flexliving. Los inquilinos son rehenes de un mercado secuestrado por rentistas que se niegan, sin complejos, a asumir los riesgos por cambios sobrevenidos (reguladores, por ejemplo). Exigen incentivos y garantías, en aras de la seguridad jurídica, cuando la cosa va a defender las inversiones. Privatizar las ganancias, socializar las pérdidas.
Ni es extremista recordar el valor social de la propiedad, reconocido en la Constitución, ni parecen descabelladas las reivindicaciones del movimiento por la vivienda: alquiler indefinido; recuperación de los pisos vacíos y turísticos para usos residenciales; prohibición de la compra especulativa. Tampoco hay ningún escollo técnico insalvable para poner manos a la obra. El lampedusismo legal (cambiarlo todo para que todo quede igual) clama al cielo. Cerrar puertas pero abrir ventanas. Permitir escapatorias, favorecer las fugas, consentir las trampas. Regular los precios, pero dejar fuera a los alquileres de temporada. No prever un régimen sancionador. Hacer la vista gorda ante los abusos de las inmobiliarias. Tolerar el fraude fiscal generalizado... Ojalá podamos celebrar el anunciado fin de las licencias turísticas como celebramos el de los golden visas, los permisos de residencia para los compradores extranjeros de inmuebles de alto standing.
Confrontando la voracidad de unos pocos con la impotencia de tantos, las medidas suntuarias con la primera y urgente necesidad, se me ocurre que, también en la vivienda, es hora de que la vergüenza cambie de bando.